miércoles, 14 de diciembre de 2016

Día 9. "E lucevan le stelle", una anécdota en el Teatro Bolshoi de Moscú

Al principio no me di cuenta, entusiasmado como estaba por el mero hecho de poder pasear por el sacrosanto vestíbulo del Teatro Bolshoi de Moscú, al que identificaba con un universo de cultura sublime, excelsas sesiones de ballet y coros de voz celestial.

Corrían los últimos años de la década de los 90 del siglo pasado, Moscú no sólo era una gran ciudad, era un organismo vivo en proceso de evolución permanente, que se volcaba en la recuperación forzada de un pasado esplendoroso. Para mí, ese pasado tenía el halo de atrayente misterio que el desconocimiento y la ignorancia otorgan de vez en cuando, magnificándolo, a lugares, personas y cosas. Su gente, sus edificios, sus avenidas e, incluso, sus escaparates –en aquella época, a menudo casi vacíos de productos- me atraían poderosamente, me subyugaban, pareciéndome algo así como la más bella escenografía para una triste película en blanco y negro. Pero no pensaba en nada de eso mientras aguardaba en ese templo musical, ni tampoco –mucho menos- en los motivos profesionales que me habían llevado unos días, nuevamente, a esa metrópoli. De hecho, no pensaba en nada, simplemente me dejaba llevar por el momento y la emoción suprema que la ocasión me brindaba cuando, ya en la cola de entrada a los palcos correspondientes, algo llamó mi atención y la de mis compañeros de sesión: un murmullo corría entre los allí presentes, mezclándose con un lamento leve que, como si pretendiera adaptarse acompasadamente a un movimiento sinfónico, iba in crescendo hasta llegar a ser perfectamente perceptible por todos. Fue entonces cuando me fijé en ella.

En otro tiempo debió de ser una bella mujer: alta, de porte elegante y vívidos ojos claros. Intentaba sobrellevar su evidente falta de recursos –su sencillo vestido de verano en pleno mes de marzo la delataba- con una dignidad que le nacía con naturalidad, como si en la vida no hubiera más opción que ser digno sí o también. Bien pudiera haber sido, en sus tiempos, una famosa bailarina o una insigne profesora de piano, la nota de una partitura de Tchaikovsky o la protagonista de un libro de Tolstoi, tal era su atemporalidad, aunque, no sé por qué, yo la identifiqué con una extemporánea duquesa zarista salida de un cuadro del Museo del Hermitage. Llegó sola al teatro, con la intención de disfrutar de una de las más bellas óperas que se han escrito: Tosca, de Giacomo Puccini que, con un cartel del más alto nivel, era el espectáculo que se iba a representar al cabo de unos minutos. La duquesa adornaba el vestido, su canosa –pero abundante- cabellera recogida y el brillo natural de sus labios con un abrigo largo que había conocido mejores tiempos. Unos zapatos sencillos, que adiviné demasiado grandes para sus nobles pies, completaban el dibujo de una figura aún grácil para su avanzada edad.

Todo sucedió muy deprisa. La duquesa intentaba entrar sin pagar, buscando anonimato  entre la gente que esperaba ansiosa acomodarse en su asiento. Alguien se dio cuenta, avisó a los guardias de seguridad,  que inmediatamente la retuvieron, intentando dirigirla hacia la salida con una innecesaria  y a todas luces excesiva demostración de fuerza. La casualidad hizo que el momento del apresamiento se produjera justo delante de mí. Aún hoy recuerdo su mirada al cruzarse con la mía y sus gritos al intentar zafarse de los guardias. Con una voz débil de puro lamento y lágrimas de impotencia en sus ojos, no dejaba de repetir algo en ruso que no entendí mientras la arrastraban hacia la puerta, vencida, humillada, dominada. Un compañero me tradujo lo que duquesa decía mientras la alejaban de nosotros: “No me queda nada! No me quitéis también la ópera! No me dejéis sin música!!”. Al cabo de unos minutos todo volvía a estar igual que antes de ese episodio, uno de los más tristes que he vivido.

A partir de ese momento, Tosca y duquesa se fueron mezclando en mi cabeza durante la puesta en escena de la obra, como si estuvieran unidas, hasta que, en el tercer acto, cuando el teatro entero enmudeció más allá del silencio preparándose para  deleitarse con el aria “E lucevan le stelle”, duquesa volvió de nuevo. Su figura se paseó por un escenario imaginario, subió al cielo de la cultura, se sentó en una estrella y el tenor le dedicó su tema. Por lo menos así lo sentí durante un instante, el que se produce entre la entrada de la música y la primera nota del cantante. Me reconfortó pensar que el aria iba dedicada a ella, aunque no se enterara.

Al cabo de un par de horas, al salir, y gracias al maravilloso espectáculo vivido, parecía que la vida seguía su curso:  Moscú nos acogía escasa de luz, la nieve de la pequeña plaza donde se ubica el Bolshoi estaba sucia debido a la polución del día, la noche era oscura y cerrada y los cigarros se iban encendiendo uno tras otro en el grupo, mientras alabábamos los detalles de la obra que acabábamos de ver. De repente, aún excitado por la experiencia vivida, me fijé en una esquina de la plaza. En ella estaba duquesa, pero nada tenía que ver aquella figura aterida de frío con la que un rato antes había entrado en su teatro dispuesta  a emocionarse con Puccini. Me acerqué a ella, me miró sin verme, bajó la cabeza. Instintivamente, saqué todos los rublos que llevaba en mi cartera y se los di, en un gesto del que me arrepentiré siempre, pues no se paga la dignidad pisada con dinero, por mucha caridad que lo acompañe. Ella lo agradeció mecánicamente y volvió a bajar la cabeza. Cuando ya me iba, recordé que había guardado en el bolsillo el programa de la velada. Lo bajé hasta la altura de sus ojos para que lo viera y, al hacerlo, a duquesa se le volvió a iluminar la mirada, se olvidó del frío y me observó, su sonrisa me preguntaba si eso era para ella. Asentí y se lo di. Ella lo acarició, lo abrió y me dijo en su idioma “muchas gracias!”. Apagué mi cigarro, di media vuelta y me alejé en dirección a mis compañeros, que ya iniciaban el camino de regreso al hotel.

No dije nada a nadie, de hecho, nadie se dio cuenta de lo que acababa de pasar. A ojos de un tercero, ese minuto le hubiera parecido un loable acto de altruismo con una mendiga necesitada de dinero y nada más. Para mí, en cambio, supuso remendar en parte el corazón roto de una noble duquesa que nunca pudo oír cómo, bajo el cielo de Moscú, Giacomo Puccini hizo que las estrellas brillaran para ella.



martes, 29 de noviembre de 2016

Día 8. Hoy, declaro

Yo, Jordi Blanch Capellades, mayor de edad, vecino del mundo, compañero de mis limitaciones, crédulo irremediable, bufón de mis ocurrencias, señor de mis ideas, dueño de mis palabras, amante de mis silencios y discípulo de mis sueños,

DECLARO:

Que nunca la mediocridad dominará mi vida, antes bien, será la búsqueda de la verdad, de la sabiduría y de la belleza lo que guiará mis pasos en ella.

Que nunca consideraré verdad, mi verdad, sabiduría, mi conocimiento, y belleza, lo puramente estético. Pues nada hay mío, ya que me alimento de todo y de todos recibo.

Que la alegría será reina de mis escasas virtudes y la mesura, consejera de mis muchos defectos, de tal forma que brillen las primeras y vivan calmos los segundos. Y siendo que de todo ello estoy formado y a nada renuncio, me exijo responder con sonrisas las afrentas, con educación los insultos y con inteligencia las bajezas.

Que las emociones dictarán mi día al despertar y prepararán mi sueño al reposar.

Que mi mente pondré al servicio de mi corazón y este al de la emoción, pues nada somos si no lloramos cuando queremos llorar, no reímos cuando queremos reír, no bailamos cuando queremos bailar y no besamos cuando queremos besar, pero menos seremos aún si no lloramos, reímos, bailamos y besamos cuando nada aconseje llorar, reír, bailar o besar.

Que amaré siempre por encima de mis posibilidades, porque hacerlo por debajo no es amar, es empezar a olvidar antes de tener algo que recordar.

Que seré contundente en el reclamo, ávido en la exigencia y persistente en los propósitos, más no pondré nunca, en ningún caso, mi alegría como rehén del cumplimiento de mis objetivos.

Que colaboraré con mi cuerpo en su cuidado, pero no me obsesionaré ni con el uno ni con lo otro, no fuera que acabara dominado por mí mismo contra mi voluntad.

Que ayudaré al prójimo en lo que pueda. No tanto porque sea virtud cristiana, sino porque la entiendo como virtud humana.

Que viajaré por el mundo para confirmar que en cualquier parte el aire es el mismo que todos respiramos; que los árboles crecen hacia arriba en el norte y en el sur; que el sol podrá acariciar o sofocar, pero sale para todos; que las personas son básicamente buenas aquí y allí; que todos los ríos tienen su mar y que no todos ellos son de agua; que no hay ninguna planta que le haga daño al ser humano, pero sí al contrario; que los animales olvidan pronto sus cuitas y que el hombre nació para ser libre y feliz, a pesar de él mismo.

Que no atenderé a aquellos que no sumen, que no aporten, que no concedan a mi vida aunque sólo sea un átomo de felicidad, de alegría, de conocimiento o de sana inteligencia, pues he aprendido que no es bueno ni pasar, ni pasear al lado de quién se instala en la desgana, en la cobardía, en la vagancia y en la falsa modestia. A esos disminuidos emocionales por voluntad propia los quiero lejos de mí.

Que seguiré amando la lectura porque llena de tiempo mis momentos y de palabras mis silencios.

Que lucharé con ideas contra las ideologías que pretendan pisar aquellas y con el puño contra los autoritarismos que quieran acallar esa lucha.

Que no me quejaré sin motivo, mas no me permitiré una vida sin motivos de queja, pues lo contrario sería aceptar que todo en ella es perfecto y me engañaría.

Que brindaré con cava cada vez que, por causa de la edad, mi cuerpo se rebele contra mí, pues será signo ineludible de que voy cumpliendo con todo lo anterior…y sigo adelante.

La cual declaro a los efectos oportunos (e inoportunos, si fuere preciso para cumplirlos) en Las Palmas de Gran Canaria, el día 29 de Noviembre de 2016.



viernes, 11 de noviembre de 2016

Día 7. Líderes de piel y alma

Procura este espacio de pensamiento íntimo y sentimientos varios no acuñar respuestas fútiles a situaciones vanas y, por ello, huye de todo acercamiento a una realidad diaria que ataca con armas de insensibilidad mi forma de ver las cosas, mi mundo. Podría decirse que, siendo como soy un ente social compuesto por una considerable capacidad para la empatía y la relación interpersonal, no acepto de buen grado que esa socialización se cuele sin avisar por las rendijas de este blog. Pero, de vez en cuando, las brumas de un mundo que se me antoja cada vez más mediocre, banal, simplón y perdido, consiguen traspasar este medio y se pasean por él. Cuando eso pasa, intento recordar a Leonard Cohen: “hay una grieta en todo, así es como entra la luz…”. Hoy es el caso, y busco esa luz.

Hubo una época en la que Atenas tuvo un gran dirigente, Pericles. Alguien que era capaz de dirigirse al pueblo y adornar el aire con palabras como estas: “Pues amamos la belleza con anhelo y el saber sin relajación, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. Y el reconocer que se es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no querer evitarlo, eso sí que es más vergonzoso”. Con el paso del tiempo, la vida colectiva ha regalado al ser humano, de vez en cuando, hombres y mujeres que han engrandecido la noble tarea de hacer política para y por el pueblo. Pero ese pueblo, a medida que crecía, se acomodaba, envilecía y acumulaba para sí excedentes materiales de dudoso valor vital, iba apartando a todo aquel que pretendía mantener viva la llama del liderazgo moral y de la ética universal como atributos a defender por encima de todas las cosas, cediendo su voluntad (y necesidad no consciente) a personajes que alimentaban con ideas vacuas y emociones primarias el alma comunitaria. El ser humano se abandona a sí mismo cada vez que respalda con su ignorancia a líderes de plástico, midas de focos y alfombra roja que copan de odio mentes ávidas de rencor o, aún peor, de desesperación. Esta semana ha pasado en Estados Unidos. Y volverá a pasar.

El pueblo (tú, yo, nosotros, todos) reacciona a impulsos básicos aunque sea capaz de pensar sofisticadamente. Balancea permanentemente entre el bien y el mal con largas paradas en zonas medias, donde el nihilismo, la dejadez, el desinterés, la vanidad, la acritud, el rencor, la envidia, la crítica desinformada y  sobretodo el miedo, conforman un modelo de sociedad que se va imponiendo poco a poco. Y cuando ese líder de plástico capta la esencia misma de tal balanceo, aprovecha la emocionalidad asustada de la gente para erigirse como el dueño del balancín. Y la gente le cree. Y las brumas de la tristeza y la desazón se cuelan por las rendijas de mi vida.


Pero justo antes de que todo se vuelva oscuridad, un haz de luz entra por esa misma rendija. Pericles vuelve a mí y salva mi desespero con sus palabras: belleza y sabiduría. Y al pensar en ello, Platón acude también en mi auxilio con su tríada perfecta: belleza, sabiduría y bondad. Y de repente las brumas se esfuman, porque comprendo que tengo razón cuando reclamo -aunque sea en el silencio de mi necesidad y en la quietud de mi deseo- a ese líder que fui, como todos, abandonando en el camino cuando estaba más preocupado por “tener” que por “ser”. Ahora, más que nunca, necesitamos líderes de piel y alma, de bondad y fuerza, de ánimo y emoción, que recojan los trocitos de vida que la humanidad ha ido abandonando y construyan, para ella, un mundo parecido al que soñó Pericles, en el que ser pobre no sea motivo de vergüenza, siempre y cuando se luche con ahínco por no serlo. Siempre que la diferencia una y no repare en colores que justifiquen desencuentros. Siempre que las palabras necias sean reprobadas, apartadas y alejadas. Siempre que, cuando alguien nos enseñe con sus palabras la peor versión de “el otro” para que avalemos con nuestro voto su liderazgo enfermo, seamos capaces de apartar la mirada, darle la espalda y seguir avanzando a través de esa grieta de luz que en todos vive. 

domingo, 6 de noviembre de 2016

Día 6. Prepárate para encontrar

Ocurrió en la primavera de este año. En un vuelo doméstico desde Barcelona a Las Palmas de Gran Canaria, sin que aparentemente hubiera ningún motivo que lo generara, todo se paró durante unos segundos…la luz del sol de tarde que entraba por las ventanillas se encaprichó del interior del avión y lo iluminó como si un director de fotografía hubiera congelado la imagen en un fotograma perfecto para una película en rodaje; una niña rubia, de pie en el pasillo, dejó en el aire una sonrisa eterna dirigida a su padre, que le respondía haciéndole una graciosa mueca de cariño; todas las voces se suavizaron al punto que acompañaban al silencio casi andando de puntillas, sin molestar. Sentí algo bonito y extraño al mismo tiempo, y si bien no era la primera ocasión en que me sucedía, sí que fue la vez que tuve más consciencia de lo que estaba viviendo y durante más rato. Pasados unos segundos –creo que fueron segundos, aunque no sabría precisar bien-, todo volvió a ser igual…o puede que no. Lo único que se me ocurrió fue mirar disimuladamente en derredor para ver si alguien más había percibido lo mismo que yo. Todo seguía igual. Nada indicaba que nadie más hubiera pasado por un trance similar. Supe que debía escribir al momento mis sensaciones, y lo hice en el móvil. Esto fue lo que apunté:

“Hoy, 6 de abril de 2016, a las 19h40, a unos cuantos km por encima del suelo, en un avión de la compañía Norwegian, mientras leía y escuchaba el tema “Zanarkand” (de Final Fantasy X), aun no entendiendo muchas cosas, lo he comprendido todo: he podido percibir que todo es UNO. Mi mente se ha calmado, mi cerebro se ha iluminado, mi cuerpo era ligero, mis ojos se han llenado de lágrimas…no eran lágrimas de sensibilidad, eran de emoción, de máxima percepción de la realidad. Ha desaparecido la pena porque he sentido claramente que TODOS somos TODO, que TODO es UNO y que UNO es SIEMPRE, ETERNO. He visto nítidamente la no-muerte. El concepto “muero” ha perdido su sentido y su significado y me he trasladado al ANTES y al mismo tiempo, por primera vez en mi vida, a un AHORA de verdad. Todo ello ha durado un instante. Un instante en el que he sido energía pura, limpia, y en el que he podido ver luz en los demás. Me he sentido unido a todo y a todos. Uno, siempre uno.
No ha sido un momento místico, ha sido un momento extremadamente real en el que he comprendido que somos energía, todos, y que esa energía es la misma en todo lo que me rodea y se alimenta de la interacción con lo que la envuelve…por eso, de repente, como un fogonazo, he visto claro que NO-SOMOS, que en realidad nada existe y que, al mismo tiempo, esa no-existencia le da sentido a TODO.
Vivimos en la guardería del Universo, pasamos por la Vida como niños en un patio de colegio…nos perdemos tantas cosas!”…
                                                                              *****

Fue una experiencia reveladora. Desde que tengo uso de razón he buscado –sin ansia, pero con interés- el porqué de las cosas, su significado, su gen motriz, su fuerza primera, su sentido, su encaje con el resto, su conexión con mi realidad…pero en ese momento, allí, cerca del cielo, comprendí que el secreto no es entrenar al cerebro para buscar, sino preparar el alma para saber encontrar.


miércoles, 26 de octubre de 2016

Día 5. La luz de una palabra (sólo apto para quien las ama)

“La palabra es una forma de energía vital” (Dr. Mario Alonso Puig)

Sé que en cuanto salen de mi van a Australia, y allí Iván las valora; que en Barcelona, Marien las acaricia y comparte; que en Las Palmas, Cris las admira orgullosa; que en Lloret, Joan las lee y recomienda; que allí donde esté, Carla las analiza y pondera…pero, ¿dónde van mis palabras? ¿Dónde van tus palabras? ¿Dónde viven las palabras?.

Somos lo que somos porque las palabras nos han hecho así, nos moldean, corrigen, pasean con nuestra imaginación, se dan la mano, se besan, regresan cuando menos las esperamos a  nuestra conciencia, a nuestra intención, a nuestros sueños. Apalabramos la vida vitalizando las palabras en un acto independiente de la capacidad de hablar: una civilización de ellas vive en nuestro interior, sepamos pronunciarlas o no, sepamos escribirlas o no, declamarlas o no, cantarlas o no. Que les abramos conscientemente portones para que salgan o las mantengamos felices intramuros nada tiene que ver: tienen vida propia. Fueron antes que nosotros. Nacieron antes de que la vida nos acompañara hasta esta avenida llamada Mundo, y éste comprendió que a través de ellas le entenderíamos mejor. Por eso nos están esperando cuando llegamos y el primer llanto las reclama. Una multitud de palabras nos recibe alborozada, colgada en los bordes del amor de la madre que nos las presenta o balanceándose en la seriedad de la comadrona que nos las acerca. Todo fluye en un baile hecho de letras compuestas por los que han sido antes que nosotros, por los que vendrán después y por los que acompañan nuestro momento, hoy, aquí, ahora. Palabras que separan y engarzan, que matan y que despiertan, que otean y que guardan, que vigilan y protegen; palabras que influyen y que enardecen, que sonríen y reflotan, que alegran y entristecen, que hunden y soliviantan; palabras, siempre palabras…

“Y el Verbo se hizo Carne…” (Juan, 1:14). Palabras que estaban ahí, en el principio de los tiempos. Palabras que son el Tiempo mismo.

Nos estructuramos, pensamos, creemos, amamos y vivimos, porque podemos, debemos y queremos contarlo, explicarlo, compartirlo. A menudo nos refugiamos en ellas aunque, de vez en cuando, son ellas las que nos piden unas lágrimas para poder navegar por el caudal de un sentimiento roto, de una emoción sobrevenida, de un placer desatado. Palabras que surfean en océanos embravecidos de confusión y agobio, que se deslizan por suaves valles de fuerza y decisión, que se alimentan de pastos de voluntad o de tristeza. Palabras que acuden en nuestro auxilio cuando las llamamos e incluso cuando no lo hacemos. Palabras que nos retan a encontrarlas para completarnos.

El dios de las palabras es femenino: la Diosa Palabra. Dulce y amarga, convulsa y clara, suave y áspera, profunda y trivial…una diosa sensual, dueña, ama y señora de todas las letras, a las que esconde caprichosamente en el interior de todas las estrellas para que estas se iluminen y provoquen así que los seres humanos, instigados por la sutil semidiosa Inquietud, levantemos la cabeza por encima de nuestro pequeño mundo para buscarlas. Y cuando damos con una, la Diosa Palabra, feliz y satisfecha, apaga la estrella que la contiene porque sabe que, desde ese momento, no necesitaremos mirar más allá para saber lo que es la luz de una palabra, sino que nos dejaremos arrastrar por su fulgor hasta ese lugar en el que viven todas ellas y desde el que nos guían: nuestra propia alma.

Palabras, sólo palabras, siempre palabras…


viernes, 14 de octubre de 2016

Día 4. De saliente en saliente

Lo único que tenía que hacer era quedarme quieto, en posición vertical, mirar al frente, levantar un poco la rodilla, echar el pie ligeramente hacia atrás y la punta hacia abajo,  mantenerme así unos segundos, darme un pequeño impulso hacia arriba…y elevarme.

Hace ya muchos, muchos años y durante varios de ellos, la mayoría de mis sueños empezaban así. Al cabo de un momento, mi cuerpo se movía hacia donde yo lo dirigía, lo dominaba absolutamente, era capaz de volar. Si movía la rodilla un poco hacia la derecha, me iba hacia la derecha, si la movía hacia la izquierda, hacia ese lado que me desplazaba. Me bastaba levantarla un poco más para ir hacia arriba y cuando quería posarme de nuevo en tierra, no tenía más que colocar el pie en su posición natural y bajaba plácidamente hacia el suelo…o me quedaba a un palmo de las olas del mar, o en el borde de una nube, o en lo alto de una montaña. Así estaba toda la noche: volando. Sentía una libertad absoluta, definitiva. A veces jugaba dentro del sueño. Me elevaba hasta la cima de un monte en concreto (inexistente, claro). Me gustaba porque tenía muchos salientes. Me colocaba en el más alto, visualizaba la distancia y desnivel que había entre uno y otro y, en un momento dado, cerraba los ojos al tiempo que saltaba hacia el primero. No era velocidad lo que sentía mientras me dirigía hacia él, era algo más parecido a bucear increíblemente rápido. Notaba la fricción de la fuerza contraria a mi avance, pero era agradable. Cuando calculaba que estaba a punto de llegar a él y justo unos metros antes de estrellarme contra la roca, levantaba la rodilla y eso me permitía desacelerar la caída, reducir la velocidad y tomar tierra sin ningún problema. Pero en ese preciso momento, en el instante exacto en que eso sucedía, aún con los ojos cerrados, volvía a lanzarme hacia el siguiente, y así hasta que finalmente, al cabo de un buen rato, bajaba hasta el pie de la montaña, de salto en salto, de saliente en saliente, abría los ojos y miraba extasiado hacia arriba: la cima ya no estaba, la montaña era un enorme espacio vacío lleno de una luz intensa pero no molesta. Esa visión me provocaba sentimientos encontrados, ya que por un lado ansiaba comprobar el alcance de mi heroicidad al bajar una montaña entera, de risco en risco, desafiando las leyes más básicas de la Naturaleza y a la mismísima diosa Gravedad, y no podía; pero por otro, cuanto más miraba el vacío de la montaña, una extraña sensación de paz total me embargaba, porque comprendía lo más importante: yo era la montaña. Lo que volaba era mi voluntad, que dirigía hacia donde quería; la posibilidad de matarme en cada salto era un simple reto que asumía tranquilamente y que vencía por atención, concentración y actitud; los salientes eran problemas que solucionaba afrontándolos de cara. Todo tenía sentido. Me sentía seguro y fuerte. Cuando algo me molestaba, no tenía más que levantar la rodilla, y elevarme unos metros por encima del suelo para que desapareciera el problema. Con el tiempo, “elevarme un poco por encima de los problemas” para tener una perspectiva general de los mismos me sirvió (me sirve) para afrontarlos con mayores garantías, si no de solución, sí de enfoque y comprensión. Es cierto, no obstante, que no hubiera mejorado esa técnica si por el camino no me hubiera encontrado con importantes episodios de estrés que me permitieron aplicarla. De todo se aprende.

Crecí y nunca más volví a tener ese sueño. Hoy no sé si soy montaña, un simple risco o una inerme llanura, aunque tampoco me importa demasiado. He aprendido que no estamos hechos de sueños, sino que los sueños están hechos de nosotros, se visten con nuestra piel y salen a vivir cada día una vida distinta. Los sueños sueñan de día mientras nosotros dormimos la realidad de la noche y construimos una montaña con muchos salientes que al día siguiente saltaremos…con los ojos bien abiertos.


El éxito de nuestros retos está en convencernos de que, si realmente somos la montaña, los salientes (los obstáculos) nos pertenecen…y si eso es así (y lo es), la victoria es nuestra. Y a cada victoria la precede un sueño. A cada sueño, un vuelo. Y a cada vuelo, un espíritu libre que se lanza, seguro de sí, de saliente en saliente. Y ese espíritu lleva tu nombre. Todos los nombres.

jueves, 29 de septiembre de 2016

Día 3. A ti, machito cobarde

Creo en Gaia, una Tierra nacida del Nuevo Paradigma, conjunto de creencias surgidas del convencimiento colectivo de que el ser humano no tiene más remedio que avanzar en comunidad e igualdad si quiere crecer en armonía y no perecer víctima de sí mismo, de los monstruos por él creados y alimentados por un ego mal entendido. Creo en Gaia, una tierra que nunca llegaré a ver, pero que representa la esperanza que sustenta mi visión del mundo. Creo en Gaia, una tierra en la que el alma animista de sus habitantes se fundirá con la Naturaleza suavemente, de tal forma que todo ser vivo será a la vez una parte de ella y toda ella cabrá en él. Creo en Gaia, una tierra llena de un saber florecido a partir de la inquietud por comprender y forjada en los valores del Amor y la Sintonía. Creo en Gaia, y lo seguiré haciendo, porque es lo suficientemente utópica como para permitirme confiar en ella. Creer en lo posible es aburrido. Creer en lo imposible dibuja sueños que visten de brillo la noche en la que vivimos hoy, la iluminan e ilusionan. Creo en Gaia porque es femenina. Y lo femenino es originario, arquetípico, esencial, básico. Lo femenino es intocable.

Siempre me ha resultado tan obvio lo descrito, que me cuesta entender por qué, aún hoy en día –o, mejor dicho, sobretodo hoy en día- hay hombres (uso el género porque me refiero exclusivamente a mis colegas de sexo) que se empeñan en vejar lo femenino, en cualquiera de sus formas. Me cuesta entender por qué algunos invierten tiempo planificando el mal y su deplorable estrategia tiene a una mujer por objetivo. Me cuesta entender qué placer encuentran en el dolor ajeno y, más en concreto, en el dolor de una fémina. A esos me dirijo hoy.

A ti, machito, a ti, cobarde, va dedicado este post: a ti, que crees que la fuerza está formada exclusivamente por músculos anabolizados; a ti, que las sabes a ellas más inteligentes que tú y no soportas esa idea; a ti, que  confundes el poder con el dominio, y el dominio contigo, de tal forma que finalmente eres tú el dominado cuando crees dominar, y te jode;  a ti, cuya supina estupidez te lleva a creer que una rendición con dolor y lágrimas es aceptación y consentimiento; a ti, que abusas vidas, violas cuerpos, manchas almas y desgarras sueños; a ti, que te amparas en la oscuridad y cubres tu vergüenza y tu mala conciencia con la vil complacencia de otros seres tan cobardes como tú; a ti, que no soportas que una mujer te mire a los ojos porque ves desafío en cualquier mirada más bella y limpia que la tuya; a ti, machito cobarde, a ti te digo que esa mujer, esa niña, esa joven, es tu madre, tu hermana, tu hija, y al violar a la primera, las violas a todas…incluidas las tuyas. Por mi parte, no hay perdón para quién castiga sin motivo, para quién afrenta sin pudor, para quién ensucia para siempre la vida de una hija de mi mundo... ni para quién escupe su maldad en la cara de Gaia.


miércoles, 14 de septiembre de 2016

Día 2. Seamos aquel camino

Es curioso comprobar cómo, desde hace unos 200 años, a la par que el ser humano se iba sobre-estimando a sí mismo por haber encontrado respuestas a fenómenos físicos y naturales de forma mucho más rápida y convincente que durante los miles de años precedentes, su convencimiento sobre lo que “debía” o “no debía ser” también se aceleraba pretenciosamente. Al final del período, es decir, ahora, hoy, en este momento, el resultado de ese proceso acelerado de altanería respecto a su entorno, esa vis de chulería déspota en relación a la Naturaleza que nos dio la Vida, esa confianza desmesurada (e ilusoria, añado) en las posibilidades del Hombre de situarse por encima de todo sin miramiento, ha provocado que cantidades ingentes de seres humanos estén/estemos sometidos al dictado de lo que unos cuantos deciden qué “debe” y qué no “debe ser”. Así ha sido porque les hemos dejado  y, si no ponemos remedio, así será porque saben que les seguiremos dejando (la manipulación interesada de sistemas de opinión y gestión como los partidos políticos o la invención de instituciones creadas específicamente para perpetuar el poder en mano de unos pocos durante largos períodos de tiempo son tan sólo algunos ejemplos). El miedo atávico, el original, puede ser un poderoso aliado o el más feroz de nuestros enemigos, pero el miedo rutinario, el miedo acompasado, el miedo tranquilo y asumido, el miedo acomodado, el miedo sibilino, ese que a base de no dejarse ver demasiado nos va moldeando como personas, ese es, en cualquier caso, el freno más efectivo contra cualquier intención de cambio y/o avance personal y colectivo.

Esquilmamos millones de hectáreas de terreno cultivable en beneficio de grandes corporaciones, infectamos a todo un planeta con remedios farmacológicos de eficiente respuesta inmediata pero difusas consecuencias futuras, vendemos armas a adultos que se las pasan a niños para que su infancia sea determinada por conflictos bélicos que ni siquiera vieron generarse, nos inmunizamos contra la visión de barrigas hinchadas en terrenos inmundos, lloramos la pérdida de semejantes relativamente cercanos mientras seguimos dándole al puchero ante una catástrofe lejana, arreglamos con la palabra un mundo que ayudamos a destrozar con la acción, justificamos esa incoherencia atacando exclusivamente los defectos de la clase dirigente, abocamos bilis a raudales sobre lo que consideramos mal hecho o mal dicho por otros mientras nos auto-concedemos pequeñas bulas diarias que perdonen lo que hacemos mal o decimos peor. Amamos, sí, pero a quien nos ama. Sonreímos, sí, pero a quien nos sonríe. Saludamos, sí, pero a quien nos saluda. Hemos levantado entre todos un “mundo espejo”, que nos devuelve exactamente lo mismo que le proyectamos…ergo, no avanzamos. 

Sabemos –y nos gustaría creerlo, además- que hay que cambiarlo todo, ayudar a mejorar nuestro entorno, colaborar por el bien de la Tierra, de sus habitantes (sean seres humanos, animales, plantas o cosas) y somos conscientes también de que, de paso, no estaría de más inculcar un nuevo orden mundial que asumiera los valores de la ética, la bondad, la educación, el respeto, la amistad, la inteligencia, el amor y la alegría como bases inalterables de crecimiento, donde nadie –repito, nadie- estuviera por encima de nadie, donde el primer y más importante objetivo de los líderes y gestores públicos fuera el cuidado permanente de su comunidad, donde la avaricia y la codicia fueran tan sólo rémoras de un pasado postergado a museos etnográficos, donde el “ser” primara sobre el “tener” y ambos estuviera en orden y armonía con el medio. Sí, supongo que toda esta carta a los reyes magos estaría bien…aunque sabemos que nunca será así porque el "miedo-carácter" se ha impuesto, ha ganado, nos ha derrotado. Asumámoslo, hasta nos cuesta leer tanta palabrería de color rosa, nos da la impresión de que es un mensaje casi infantil, ¿a que sí? Lo ves: el miedo ha ganado. 

El sistema ha contaminado y condicionado nuestra manera de pensar y de comportarnos, y lo ha hecho con su discreta mesura y nuestra aquiescencia inconsciente. Somos el resultado de lo que muchos especialistas en programación neuro-científico-social han hecho de nosotros, dejándonos vivir en capsulitas de vida prefabricadas y decoradas con buenas intenciones, sensación de seguridad y emociones a menudo agradables e incluso intensas, de vez en cuando. Lo suficientemente intensas como para paralizar o aletargar nuestra capacidad de acción, perpetuando, de esta manera, su Estrategia de Poder Permanente.

“Bien, y cuál es la buena noticia?”, te preguntarás. Pues no la hay…es decir, no la hay o las hay a montones, tantos como pensamientos y acciones estemos dispuestos a llevar a cabo en nuestra vida en la buena dirección.

Empezar por la educación y el respeto estaría bien. E iniciar esta revolución en nosotros mismos estaría aún mejor. Despojarnos de la coraza de lo aprendido; abandonar los prejuicios grabados a fuego en nuestro interior; convencernos de que cualquiera es mejor que nosotros en algún aspecto y de que en ese sentido podemos aprender de él; pedir y pedirnos perdón; no criticar sin fundamento; exigir y quejarnos ante quién sea cuando sabemos que nos asiste la razón; tomar el pulso a la Naturaleza que nos rodea y sentir que esas pulsaciones no son suyas, son las nuestras; amar sin tapujos ni condicionantes; olvidarnos del “qué dirán”…hay tantas cosas que podemos hacer…y tantas excusas para no hacerlas…pero las haremos, tú y yo sabemos que las acabaremos haciendo. Porque esta es, en esencia, la buena noticia: que estamos preparados para cambiar para que nadie nos dicte lo que debemos o no debemos hacer.

Seamos aquel camino que siempre habíamos deseado andar.





viernes, 9 de septiembre de 2016

Día 1. Dar y darse.

Siente el ansia de escribir la necesidad de garabatear con palabras un papel cuando el alma pugna por expresar lo sentido y no descrito. Perciben esas mismas palabras el empuje de un deseo cuando ni la boca es suficiente para acallar lo que el corazón grita. Y así es como me lanzo al mundo del papel sin papel, de la ventana sin paisaje, de la cima sin vistas: con un teclado hecho de mis letras, las acumuladas durante una vida; las mismas que van a guiar mi locura. Una locura forjada desde mi experiencia y mi criterio, desde mi silencio y mi prudencia, desde mi voz y mi pasión, también desde mi necesidad de entender, de comprender, de saber y de conocer, desde mi tolerancia y, por qué no, mi intransigencia. Una locura llamada “así escribo, así siento, así soy”. No es la primera vez, ni la segunda, ni sé si habrá una cuarta. Pero ahora estoy aquí y quiero hacerlo.

Huiré de apriorismos, no quiero condicionarme ni condicionarte a ti, que me haces el inmenso favor de leerme. Sólo quiero ser feliz por un momento -ese breve lapso que va de la idea a la palabra, del sentimiento a su expresión- y, si es posible, ser origen de tu sonrisa. No busco nada más, porque no hay nada más, sólo dar y darse.

Creo en el compartir, en el co-crear, en el colaborar y en el congeniar…creo en el co-mundo. Creo en la Unicidad (ya hablaremos de eso otro día). Somos más de lo que creemos ser, pero mucho menos de lo que podemos llegar a ser. Nos pasamos la vida a la carrera, recogiendo testigos que otros nos ceden y que nosotros pasamos a nuestro relevo. Y así un día tras otro, tras otro, tras otro...hasta que ya no hay más relevos, ni más testigos, ni más nada. Y puede, sólo puede, que un segundo antes de que todo acabe, el destello más fugaz de la última luz nos pregunte “¿por qué no lo hiciste?”, “¿por qué no hice el qué?”, contestaremos…”¿por qué sentiste y no me lo contaste?”, responderá triste la Vida. Bajaremos la mirada y callaremos para siempre, sin saber replicar.

Para poder tener una respuesta en ese momento y en cualquier otro, es para lo que nace este espacio. Un atril de vida, un humilde escritorio de sencillas intenciones que recorrerá, de vez en cuando, el camino que me ha traído hasta aquí, para poderlo compartir contigo.