domingo, 15 de octubre de 2017

Día 14. Así soy

Si me preguntares de dónde soy, te contestaría “soy europeo, nacido en Barcelona, capital de mi Mediterráneo”. Llevo en mí los nombres de una amante de Zeus, de una ciudad a la belleza rendida y de un mar que juega con el Sol. Paseo por la vida sonriendo (pues en la sonrisa yacen los secretos de la felicidad y las respuestas a toda duda), lloro con tu pesar, vibro con tu crecer y me aferro con fuerza a la belleza y a la verdad ante cualquier desatino. A veces me miento al no querer mentir, pues debiera, mas no puedo. Tengo a la sabiduría como musa de vida, se manifieste o no, pues su mera búsqueda alimenta mi deseo de seguir apelando a ella, y con eso me basta. Soy limitado en mil funciones, torpe en otros tantos procederes, convulso en mis emociones y simple en sus interpretaciones. Tengo pocas virtudes, pero las cuido con esmero, pues siempre supe que era preferible regar con verdad y perseverancia la autoestima de ellas derivada, que sembrar capacidades múltiples de fácil elogio y rápido olvido. Acuño como preciado tesoro la palabra ajena que dice, la boca que expresa, el corazón que manifiesta. Procuro vivir a costa de instantes, no planteo futuros ni me anclo en pasados. Intento recoger las migajas de felicidad que cada día se filtran por las grietas de un mundo que se va torciendo poco a poco. Soy un realista de alma utópica, un pragmático de corazón romántico, un sentimental de orgullo henchido que se altera sobremanera con la mediocridad, la vulgaridad, la deshonestidad y con todo ser que anteponga una bandera a una verdad. Amo la pasión, la propia y la ajena. Me ilumino con el brillo de unos ojos sinceros y de un proceder noble. La música me eleva, me seduce, me reconforta con la vida, me besa el alma. Pero por encima de todo esto, amo. Busco en ese verbo, y encuentro, el placer supremo, la respuesta a todas las preguntas, el origen de la vida, su devenir. No hay otro camino. Me refiero al amor que subyace, inhóspito, en cada uno y que tapamos con las vacuas y fútiles situaciones a las que la vida nos empuja, no al amor romántico (que también) que nos es regalado a veces, aunque –también a veces- dure siempre. Expreso con amar la voluntad de crecer a costa de entenderte, de comprenderte, de recoger el testigo de tus preocupaciones y devolvértelo limpio, recuperado, sanado. Expreso con amar el deseo de que tú hagas lo mismo conmigo, con cualquiera.

Sí, amo…pero también sufro. Sufro con la preocupación, con la mentira, con el odio, con las fronteras, con la ignorancia. Me resultan insoportables la infamia, la palabrería vana, la radicalidad y el diálogo mudo. Desconfío de lo oficial y me bato en retirada cuando por mi horizonte asoman apóstoles de cualquier “verdad única”. No me gusta lo perfecto, pues lo considero anacrónico, antinatural, impostado. El mundo, la naturaleza, la vida, tú, yo, somos básicamente imperfectos y en esa imperfección nos movemos, compartimos, somos.

Así soy, del país de mí mismo, del tuyo, del de todos, pues a todos los que me precedieron les debo la oportunidad de poder repetir, orgulloso, que estoy hecho del nombre de una amante de Zeus, de una ciudad coqueta y bella y del de un amigo del Sol. 

No me identifico con ninguna otra territorialidad, por mil argumentos que me la acerquen.


sábado, 22 de abril de 2017

Día 13. Dos rayos en una flor

Partieron todos los suyos. Traspasaron ese umbral del que nunca hablamos en primera persona...ya lo harán otros cuando no podamos hablar más. Se quedó solo. Nunca tuvo esposa, ni hijos, ni nietos a los que malcriar y, si bien disfrutó alguna vez del cálido abrazo de buenas y entregadas mujeres que vinieron a salpimentar su asumida rutina, no tuvo en ningún momento la más mínima intención de saltarse su único credo: pasar desapercibido.  Simplemente ser y estar. Nada más. Porque esa invisibilidad le permitía observar sin ser observado. Narrar para sus adentros historias inventadas de un mundo que le rodeaba sin apenas tocarlo. Aspiraba a morir difuminándose, y que su desaparición se llevara –de igual forma- todas sus pertenencias: su pequeño apartamento, su vieja maleta y su foto. Su única foto. La que le hizo aquél día…

Nadie recordaba en el pueblo cuándo había llegado, ni de dónde venía y, si bien le reconocían formas amables en el trato, era este tan escaso que, con el tiempo, olvidaron que en el tercer piso del viejo edificio de aquella calle vivía Arturo, el ebanista. La herencia que recibió de una tía-abuela soltera a la que casi nunca vio le permitió dejar el oficio y vivir sin lujos, pero sin aprietos.

Su vida transcurría entre largos paseos por Barcelona, la lectura en la soledad de su hogar y los escritos que, día sí y día también, se obligaba a inventar para alimentar el alma de poeta que siempre quiso creer que tenía. No echaba de menos nada ni a nadie…excepto a ella. Un pinchazo de dolor en color sepia le venía a menudo cuando la mente y el corazón se la recordaban. Luz, se llamaba. Se conocieron de forma casual un 23 de abril, entre miles y miles de personas y millones de libros y flores. Fueron a coger al mismo tiempo un libro en concreto (una versión de bolsillo de Los Cachorros, de Mario Vargas Llosa), sin querer, sus manos se tocaron, pero más lo hicieron sus miradas y, a partir de aquel momento, sus vidas. Le regalaron al mundo diez meses de felicidad absoluta, hasta aquella mañana en la que la maldita moto acabó con todo. Tan sólo le había hecho una foto…y fue a las dos horas de conocerse, rodeados de rosas de mil colores.

Cada 23 de abril despertaba al alba. Lo hacía lentamente, casi con parsimonia, como intentando retener al máximo un tiempo con el que pactó hacía mucho convivir y poca cosa más. Leía algo, una ducha de agua fría, un café en el momento y un termo para llevar, un par de bocadillos, una botella grande de agua, la maleta y la foto, tal era su bagaje para empezar el día. Salía por el portal cuando apenas la vida empezaba a desperezarse. Subía al primer tren que iba al centro de la gran ciudad y allí buscaba un buen banco, en el que se quedaba hasta que, pasadas un par de horas, como si fueran laboriosas hormigas sonrientes, iban apareciendo aquí y allá personas que se afanaban en montar los puestecitos de flores y libros. Le gustaba ser de los primeros en absorber el aroma con el que se vestía el aire y acariciar las tapas de algunos libros, como buscando en ellas las huellas de aquella mano que un día encontró…

Y así, paso a paso, libro a libro, flor a flor, se le iba yendo el día…hasta que encontró el lugar y el momento que buscaba. A las doce en punto del mediodía, al pie de uno de los árboles de la Rambla de Catalunya, casi en la esquina con la calle Provenza, compró la rosa más roja que encontró, abrió la maleta, sacó con dulzura extrema la foto de Luz, la colocó encima de un ejemplar de Cartas a Gabriela, de Pablo Neruda, posó la rosa en él, se sentó a su lado y así, cual si Pablo, Luz y él compartieran en medio del mundo un estado único, etéreo, infinito, le dedicó la flor (“a ti mi flor, a ti mi vida, a ti mi silencio y mi llanto, mi noche y mi día, a ti, mi Luz, mi voz, mi palabra y mi adiós”), cerró los ojos lentamente, sonrió por última vez y se difuminó.

Algunos creen ver, cada 23 de abril, al mediodía, al pie de un árbol de una esquina de la Rambla de Catalunya, dos rayos de sol en una flor.

(Feliz Día de Sant Jordi. Feliz Día de la rosa y el libro)


miércoles, 22 de marzo de 2017

Día 12. ¡Somos!


Un día fui pretencioso y la Diosa Escritura atajó de golpe mi orgullo. Si en algún momento creí, hace ya mucho, que la vida me había dotado de una cierta habilidad para escribir (o si la había adquirido yo, siendo indistinto tanto lo uno como lo otro), dicha creencia quedó huérfana de argumento cuando intenté volcar en el teclado la historia ficticia de Lunpe, un adolescente marcado por la desgracia de haber sido espectador principal de la muerte violenta de su hermano mayor, allá por los años de la Transición. Me quedé encallado. Una y otra vez mis dedos se daban de bruces contra una evidencia que se iba manifestando lentamente, de forma incómoda al principio, frustrante después: la de que no tengo la capacidad de hilvanar una historia inventada más allá de unas pocas páginas, por carecer del don de la creatividad imaginativa. Así pues, desde hace un tiempo, Lunpe añade a su ya de por sí traumática adolescencia, el hecho de haber sido apartado sin contemplaciones a un cajón virtual o, lo que es lo mismo, a un archivo de mi ordenador. Olvidado. Un personaje sin historia, una historia sin cuerpo ni final. Una no-historia más.

Mi vanidad se recolocó, aprendió la lección, mutó en sincera humildad y convino en darme una explicación que mitigó la desazón que había provocado la forzada asunción de mi escasa solvencia literaria: no sabía escribir historias de ficción porque no debía escribir historias de ficción. Ya fuera por intuición o por compensación, supe al momento que para lo que sí estoy preparado es para describir emociones, sentimientos de papel generados a partir de experiencias reales, pasiones vitales propias o ajenas que, aunque no las veamos o no las queramos ver, están siempre ahí, diseñándonos por dentro y por fuera, porque de ellas estamos hechos y por ellas seguimos avanzando por la Vida, a pesar de todo. Somos minúsculas flores salvajes crecidas desordenadamente en la cuneta de una pequeña curva del Universo llamada Tierra, abonadas por la aleatoriedad de incomprensibles procesos biológicos mil-milenarios…¡pero “somos”!, y eso es lo que nos convierte en especiales. Reímos y lloramos porque “somos”. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, porque “somos”. Leemos, escribimos, paseamos, meditamos, entendemos y nos sorprendemos, porque “somos”. Disfrutamos, sufrimos, odiamos, peleamos y reconciliamos, porque “somos”.

Amamos porque “somos” y “somos” porque amamos…y esa es, para este aspirante a simple relator, la auténtica esencia de esa pequeña flor de cuneta universal que responde al nombre de Ser Humano.


Descartes estaba equivocado, no existimos porque pensamos, existimos porque sentimos.

sábado, 28 de enero de 2017

Día 11. Mi tiempo habla (y lo ha hecho sobre el "procés")

Nunca ha sido un único espejo herramienta eficaz para reflejar un cuerpo entero. Tampoco lo es con la vida. Es el tiempo el único que devuelve la imagen completa, perfecta, nítida, prístina de nuestro evolucionar.

Mi tiempo habla. Lo hace sin cesar, susurrando cómo vencer los miedos, contener el orgullo o aprovechar los momentos. También dicta, letra a letra, sílaba a sílaba, palabra a palabra lo que no me gusta y, a pesar de que me aconseja vocearlo por doquier, a menudo callo, porque la cobardía (“prudencia” la llaman algunos) mora en mí desde siempre. Reprimo mis ideas condicionado por un triste “es que, y si...?”. “Prudencia social” e “inteligencia conservadora” es como se ha rebautizado al miedo, tuneando horteramente su auténtica faz. Y entre prudencias y pseudo-inteligencias se va apagando mi yo. Y entre esques e ysis se va resquebrajando el espejo, yéndose el tiempo y quebrando el alma, por no haber voceado antes lo que él dictaba y yo mismo escribía con su tinta. Y entre esques e ysis se va diluyendo también la potencia de la otrora alegre voz de mi dignidad y valentía.

Pero se acabó. Ya no más esques ni más ysis, no más prudencias contenidas! Quiero que este escrito sea un ejemplo de ello, tratando un tema de esos que no acostumbro a traer a este atril de escritura emocional y sentimientos diversos.  Quiero hablar de Cataluña, de mi Cataluña, de mi tierra, de mi gente, de mi historia y del “procés”.

No soy independentista, nunca lo he sido (también es cierto que no había debate en mi entorno sobre la necesidad de serlo porque a muy poca gente se le pasaba por la cabeza la separación radical de España). Soy interdependentista y universalista. Me siento más cómodo en grupos grandes que en grupúsculos pequeños siendo, no obstante, que no tengo problemas de adaptación ni en los unos ni en los otros. Mi casa nunca ha sido un foco de polémica política, más allá de criticar o alabar las actuaciones que los sucesivos gobiernos han llevado a cabo durante los últimos 53 años, que son los que tengo. De mis cuatro abuelos, tres eran catalanes de nacimiento, al igual que sus padres y sus abuelos. La cuarta era aragonesa, tierra a la que, por ese simple hecho, me siento absolutamente unido. Mi abuelo era transportista de una conocida marca de cava, lo cual le llevaba a recorrer Cataluña, parte de España y, sobretodo, Francia durante muchos meses al año. He viajado por una buena parte del mundo, así que supongo que entre mi abuelo y mis viajes se me desarrolló el gen de europeísta convencido y universalista apasionado. Tengo íntimos amigos en Andalucía y en Madrid, de esos que siempre te acompañan aunque nunca veas. Canarias me ha regalado amor en forma de pareja y más amigos, en tal medida, que necesitaría dos vidas para compensar lo que me aportan. He visitado todas las comunidades de España, excepto Extremadura (deseando ir estoy, por cierto) y en todas ellas he sido feliz. Amo España. Así, tal cual, sin ambages, sin eufemismos, sin circunloquios. Y es un amor incondicional a su lengua, a su historia, a sus pueblos, a sus ciudades, a su rico patrimonio y a su prolija cultura, pero sobretodo es querencia por sus gentes, que considero mi gente. No puedo sentir lo mismo, no obstante, por sus estructuras políticas ni sus gobiernos (ni los unos, ni los otros, que esto no va de colores); y por “estructuras políticas” entiendo las de “allí” y las de “aquí”. Y a todo lector que sienta la tendencia a afirmar, después de leerme, que soy un “unionista”, le diré que saque inmediatamente esa idea de su cabeza, porque no acepto ese calificativo. Ni separatista ni unionista, en todo caso “gentista”. No me llaman las fronteras, aunque entiendo la lógica de su existencia -tal y como están las cosas- como un mal necesario. No me ponen las banderas ni los himnos –ni los que tienen letra ni los que no-, aunque valoro la importancia de su simbolismo. Los mástiles más bonitos que conozco son los que sostienen una bandera blanca, una con una cruz roja en su centro y una multicolor que representa a gente de todas partes optando por luchar contra los convencionalismos desde su opción sexual. Creo en el Himno a la Alegría, en la música como vínculo irreemplazable de solidaridad humana, en la inteligencia y el esfuerzo, en las lágrimas sinceras de un padre angustiado, en la inocencia de los niños, en la sonrisa cómplice de un amigo, en el amor incondicional de una madre, en el alma de los animales, en la fuerza de la voluntad y en la potencia de los sueños, creo en la belleza no sujeta exclusivamente a moldes estéticos, amo la fealdad y la imperfección cuando esconden bondad en su interior, creo en la duda y la razón, en la emoción, en la palabra que construye, en la sinceridad y en la virtud. Creo en ti, chinija. No creo en procesos de separación que se aprovechan de las esperanzadas e inocentes emociones de los ciudadanos. No creo en estrategias de ruptura que adaptan argumentos inventados, modelando realidades inexistentes, para diseñar un escenario utópico que únicamente beneficia a quién lo propugna. Ahora bien, creo absolutamente en la libertad de pensamiento y de expresión, en la bondad ideológica de aquel que considera que la única vía para mejorar es separarse de lo que entiende que es una rémora para su avance. Nunca encontrarán estos en mí a un opositor ideológico, porque me interesa más su confianza en una idea, que la idea en sí. De la misma forma pero en sentido contrario, nunca aceptaré, de ninguna manera, que nadie se atribuya el papel de “repartidor de autenticidades” conmigo, poniendo en duda mi catalanidad por no estar a favor de la separación del estado español, porque poca gente ama como yo mi tierra, que es la de mis padres y la de mis hijos, la que me vio nacer y la que programó la base de lo que soy. Pienso en catalán, escribo en catalán y sueño en catalán y, aunque ame en castellano (por ponerle un idioma al amor), mi corazón se adapta a cualquier lengua cuando aquello que lo cautiva lo merece. Porque así entiendo yo los idiomas, las historias, las culturas y los territorios: simples espacios de comunicación emocional e inter-personal que persiguen -quizás sin saberlo- un único objetivo, el de compartir para seguir creciendo. Y ese crecimiento, nunca puede darse desde la ruptura, sino desde la colaboración, cueste lo que cueste y lleve el tiempo que lleve.

Nota final: Si has llegado hasta aquí, debes saber que lo que para ti ha sido una simple lectura (que te agradezco infinitamente), para mí puede ser fuente de inconvenientes en algunos ámbitos (el profesional entre ellos), pues desgraciadamente no es esta época de mentes abiertas y corazones comprensivos, sino más bien de cerrazón intransigente y mediocridad social. Aun así, opto por mostrarme por completo, por abrirme al mundo, para que el espejo que debe reflejar todo mi “yo”, es decir, mi tiempo, pueda mirarme orgulloso cuando me susurre de nuevo: “Tranquilo, no temas, debías hacerlo”.



lunes, 2 de enero de 2017

Día 10. Feliz 2017 (no podía ser de otra manera)

Mi primera decisión “madura” -siendo este adjetivo sinónimo de pensada, consciente, propia, decidida y autogratificante- fue a los 13 años recién cumplidos. En un viaje familiar a una playa cercana, de vuelta a casa, con la cabeza fuera de la ventanilla del coche, el cuerpo libre de un cinturón de seguridad que por aquel entonces ni existía, gozando del fuerte viento que secaba al momento un pelo corto cruzado por rebeldes “remolinos” imposibles de someter a la férrea dictadura del peine, los ojos cerrados y una sonrisa delatora que avanzaba lo que iba a suceder en breves instantes, pasó: de repente supe que se había acabado aceptar por las buenas los siempre bienintencionados consejos de mis padres, acumular memorísticamente las enseñanzas de mis profesores sin someterlas a una criba de mínimo criterio y conformarme con los impactos que la vida me mandaba en forma de emociones permanentes durante todo el día sin sacarles todo el provecho posible a las mismas.

De cómo llegué a esta conclusión pseudo-freudiana en dos segundos cuando en realidad lo único que yo quería era peinarme con la raya al lado aprovechando el cálido viento veraniego que generaba la velocidad del coche y por qué la primera concreción práctica de tales pensamientos fue decirle a mi madre al llegar a casa, absolutamente convencido, que me iba a dejar el pelo largo, que quería unos pantalones “de piel de melocotón y pata de elefante”, una camisa de cuadros y unas gafas de sol “con el cristal amarillo”, no tengo ni la más remota idea (algún día tengo que analizar mi subconsciente primigenio a fondo). En todo caso, la cosa fue así, tal y como la acabo de contar. A partir de ese momento, siempre recuerdo haber pensado por mí mismo, haber sacado mis propias (y a menudo erróneas) conclusiones y no haberme dejado embaucar -conscientemente, por lo menos- por palabrería ajena.

El caso es que, mientras mi madre hurgaba en mercadillos de pueblo la posibilidad de corresponder a los extraños deseos textiles de su hijo sin que menguara excesivamente la ya de por sí ajustada economía familiar, yo descubrí por casa toda una colección de libros extraños, de los  que sólo tenían letras (hasta entonces, mi universo editorial se ceñía a cómics, tebeos y, de vez en cuando, a las aventuras de los libros de Enid Blyton). Dicha colección tenía  títulos parecidos a “Cómo ganar amigos e influir sobre las personas”, “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”, “Cómo hablar eficazmente”, y algunos más. Los había escrito un tal Dale Carnegie y formaban parte de un cursillo al que había asistido mi padre por motivos profesionales –aunque a él no le hiciera falta porque llevaba incorporadas de serie las enseñanzas que de ellos se desprendían-.  Durante un par de años me los leí todos aprovechando el silencio y la íntima tranquilidad de muchas noches. Creo que ese fue mi primer acto de madurez recién concebida, realizado más por “parecer grande” que por serlo, obviamente. Con el tiempo, no obstante, me ha ido bien ubicar exactamente el momento en el que mi “yo” empezó a funcionar como tal. Tenía éxito en los estudios; hacía deporte; era un buen chaval; gozaba de la estima y el respeto de mi entorno inmediato; de los once años que pasé estudiando en el colegio, creo que unos siete u ocho mi clase me votó como “mejor compañero”; estaba ávido de conocimientos y –aunque los adquiría de forma desordenada e impulsiva- encontraba siempre fórmulas para aplacar mi sed de entender. En casa no sobraba nada, pero a base de mucho esfuerzo, tampoco faltaba. Era feliz. Llené los niveles de vanidad que todos –consciente o inconscientemente- buscamos completar justo cuando debía hacerlo, de tal forma que nunca después, nunca, he necesitado actuar movido por esa necesidad, lo cual ha ido consolidando mi principal tesoro: mi libertad de criterio y pensamiento. Y estoy convencido de que todo esto pasó porque una tarde de verano decidí ser yo mismo mientras la naturaleza, en forma de aire cálido, acariciaba mi pelo y mi cara, y mi cerebro procesó aquella sensación como un impulso a la mayor (y mejor) decisión de mi vida: voy a ser yo.

Por ello, justo cuando empieza un nuevo año, los propósitos toman forma casi de karma místico y, por algún extraño motivo, sentimos que el mero hecho de añadir un dígito al calendario, nos otorga el poder sobrenatural de la máxima esperanza en nuestras posibilidades, sólo tengo un deseo para ti, que me dedicas unos minutos: lee, averigua, escudriña, discute, debate, pregunta, vuelve a leer, duda, afirma, concluye, contrasta, observa, vuelve a dudar, plantea, confirma, asimila o rechaza, para poder ser, ante todo y ante todos, la mejor versión de ti mismo.

Feliz 2017!

Pd: Finalmente nunca me compraron el pantalón, ni la camisa a cuadros, ni las gafas de cristal amarillo. Supongo que fue mi primera lección como “adulto”: por mucho que pienses por ti mismo, una madre sabe mejor que tú lo que te conviene!