Un día fui pretencioso y la Diosa Escritura atajó de golpe
mi orgullo. Si en algún momento creí, hace ya mucho, que la vida me había
dotado de una cierta habilidad para escribir (o si la había adquirido yo,
siendo indistinto tanto lo uno como lo otro), dicha creencia quedó huérfana de
argumento cuando intenté volcar en el teclado la historia ficticia de Lunpe, un adolescente marcado por la
desgracia de haber sido espectador principal de la muerte violenta de su
hermano mayor, allá por los años de la Transición. Me quedé encallado. Una y
otra vez mis dedos se daban de bruces contra una evidencia que se iba
manifestando lentamente, de forma incómoda al principio, frustrante después: la
de que no tengo la capacidad de hilvanar una historia inventada más allá de
unas pocas páginas, por carecer del don de la creatividad imaginativa. Así
pues, desde hace un tiempo, Lunpe
añade a su ya de por sí traumática adolescencia, el hecho de haber sido
apartado sin contemplaciones a un cajón virtual o, lo que es lo mismo, a un
archivo de mi ordenador. Olvidado. Un personaje sin historia, una historia sin
cuerpo ni final. Una no-historia más.
Mi vanidad se recolocó, aprendió la lección, mutó en sincera
humildad y convino en darme una explicación que mitigó la desazón que había
provocado la forzada asunción de mi escasa solvencia literaria: no sabía
escribir historias de ficción porque no debía escribir historias de ficción. Ya
fuera por intuición o por compensación, supe al momento que para lo que sí estoy
preparado es para describir emociones, sentimientos de papel generados a partir
de experiencias reales, pasiones vitales propias o ajenas que, aunque no las
veamos o no las queramos ver, están siempre ahí, diseñándonos por dentro y por
fuera, porque de ellas estamos hechos y por ellas seguimos avanzando por la
Vida, a pesar de todo. Somos minúsculas flores salvajes crecidas desordenadamente
en la cuneta de una pequeña curva del Universo llamada Tierra, abonadas por la
aleatoriedad de incomprensibles procesos biológicos mil-milenarios…¡pero
“somos”!, y eso es lo que nos convierte en especiales. Reímos y lloramos porque
“somos”. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, porque “somos”. Leemos,
escribimos, paseamos, meditamos, entendemos y nos sorprendemos, porque “somos”.
Disfrutamos, sufrimos, odiamos, peleamos y reconciliamos, porque “somos”.
Amamos porque “somos” y “somos” porque amamos…y esa es, para
este aspirante a simple relator, la auténtica esencia de esa pequeña flor de
cuneta universal que responde al nombre de Ser Humano.
Descartes estaba equivocado, no existimos porque pensamos,
existimos porque sentimos.
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