jueves, 21 de febrero de 2019

Día 18. La música tiene barrio



La ventana de la habitación de Alfonso y su hermano Gerardo daba al exterior, en la misma esquina con la subida de la calle Hugo. Era una planta baja. No había lugar en ella para la especulación o el qué pasará, pues bastaba sacar la cabeza por entre sus rejas para saber exactamente qué sucedía fuera, pero sí lo había para la imaginación, para las historias, las risas y la amistad. En esa habitación descubrí, a los 13 o 14 años, la cara angelical de una jovencísima Linda Ronstad, de la que me enamoré a la que empezó a cantar las primeras notas de su “Blue Bayou”. Para compensar el azúcar que nos provocaba el timbre de voz de Linda, Gerardo, un poco mayor que su hermano y que yo, nos pinchaba el LP de Boney M., y ahí nos dejaba a los dos: con el “Daddy Cool” y el "Ma baker" de turno.

Fue en casa del primo de Alfonso y Gerardo, Carlos, que vivía a unos setenta metros de distancia, donde mi alma musical se engarzó al que después ha sido un acompañante fijo en mi vida: Barry White. Y es curioso que el flechazo fuera tan potente siendo que el primer tema que sentí (no sólo oí) de este cantante, al que caracterizaba su profunda voz, fue “Loves Theme”, una preciosidad de cuatro minutos enteramente musicales, sin letra. Floté por encima de un mundo y un pueblo que ya por entonces se me antojaban grises, apagados y sucios, aunque el amor por el terruño disimulaba la realidad que nos envolvía a todos en aquella época.

La casa de Plácido estaba entre las anteriores y cerca de la mía. Todos los momentos que pasé en su piso, que fueron muchos, estaban adornados de música (bueno, de música y de una madre a la que le salía el amor por cada poro de piel y que convertía el verbo “sonreir” en el primero del diccionario, aunque empezara por “s”). Fue en su habitación donde, sin saber biología, conocí “La Vida secreta de las plantas”, un bello experimento de Stevie Wonder que, desde entonces, es la banda sonora que le pongo inconscientemente a la naturaleza.

Toni, mi gran amigo Toni, siempre tenía la cinta de celo a punto para taparle los agujeros a cualquier cassette barato y convertirlo, made in nosotros mismos, en un conjunto (a veces poco) armonioso en el que cabían desde Suzi Quatro, a The Doors, los Beatles, Kool & the Gang, más Boney M. o lo que estuviera sonando en ese momento por la radio. El radiocassette de Toni daba para eso y para más. Ensayar los bailes de las fiestas del ABI del domingo por la tarde a partir de lo que escupía ese aparato doméstico se convirtió en una costumbre, a la que se añadía de vez en cuando “el Manolo”, porque donde caben dos siempre bailan tres.

Naturalmente, mi principal templo musical fue mi propia casa. El sitio donde se podían mezclar los coros del “Nabucco” de Verdi, por parte de mi madre, con el eterno Glenn Miller y su “In the Mood”, por parte de mi padre, sin que la belleza de ámbas piezas se viera afectada ni un ápice a pesar de sonar al mismo tiempo, mientras yo, en el silencio de la habitación, sin tener ni idea de inglés, iba transcribiendo fonéticamente y de forma transgresora y subversiva en una hoja de la agenda de La Salle la letra de una maravillosa “Fantasy”, de Earth, Wind & Fire, para que se quedara grabada en mi alma por los siglos de los siglos. Ahí sigue, saltando al escenario cada vez que, aunque sea de lejos, me llegan los acordes del grupo de Chicago.

Todo eso pasaba en mi barrio, en la Font Pudenta. Un barrio de trabajadores, obreros y operarios, de inmigrantes y gente sencilla. Un barrio que dejaba la ventana abierta y muchas radios encendidas para que la música acompañara el paso de sus habitantes, fueran por donde fueran y fueran quienes fueran. Pues si bien es cierto que todos los barrios tienen música, yo sigo pensando -puede que infantilmente- que, en nuestro caso, era la música la que tenía un barrio.



sábado, 9 de febrero de 2019

Día 17. Sardinas en un banco (aquel verano del 77)



-          “Anda, deja que me lo lleve una semana conmigo, mujer, que al chaval no le va a pasar nada…”
-          “…Ay…es que no sé…una semana…es mucho tiempo…¿y si tenéis un accidente o algo?”
-          “Qué no! Cómo vamos a tener un accidente con ese camión! Ya me gustaría a mí que corriera lo suficiente como para poder sufrir un poquillo en la carretera o para que se me hiciera más corto el camino!...además, iremos cargados de patatas la mitad del camino y de ladrillos la otra mitad, así que, correr, más bien poco!”

Supongo que algo parecido a esto fue la conversación que mantuvieron mi tío Mariano y su hermana, mi madre, hacia principios del mes de julio de 1977. Yo tenía 14 años más o menos recién estrenados, una melenilla embravecida a base de luchas fratricidas contra dos o tres remolinos del pelo y un montón de hormonas desatadas repartidas de forma desigual entre mi cuerpo, mi mente y mi alma. Como apoyo casi definitivo en mi favor para acompañar a mi tío alegué mis buenas notas. Poca cosa más podía presentar como argumento, así que para complementar la bien intencionada pero, a mi juicio, escasa fundamentación de su hermano, usé la técnica que mejor se me ha dado siempre: le dije a mi madre la verdad. “Mama, venga vaaa, déjame ir, que no he estado nunca en Madrid y quiero ver otros sitios!” “Ya has estado en Valencia… y en los Pirineos…y el mes que viene iremos a San Carlos de la Rápita de vacaciones” “Joder, esto está chungo”, pensé, y contrataqué: “Si me dejas ir, haré todo lo que me pidas en San Carlos. Me quedaré con las nenas cuando vayáis a la playa el papa y tú. Las cuidaré y vigilaré”. Evidentemente, no pensaba hacer tal cosa con mis hermanas pequeñas, pero eso ya lo arreglaría llegado el momento.

Funcionó. Lo sé porque cuando mi madre sonríe, todo funciona.


                                                               *****************


-          “Pon la bolsa ahí…no, ahí no, debajo de la litera”
-          “Vale…”
-          “Y no pongas los pies encima del salpicadero, eh?”
-          “Vale…”
-        "Esto que hay entre tú y yo es una parte del motor. Aquí dentro va a hacer un calor de           cagarse, así que procura no tocarlo con la mano, vale?”
-          “Vale…”
-          “Qué? Arrancamos?”
-          “Vale!”

Era mucho mejor de lo que me había imaginado. Un camionazo, muy alto, no recuerdo la marca, pero lo suficientemente grande como para vacilar con los amigos diciéndoles que tu tío era camionero “pero de los de tráiler, no de los que sólo llevan paquetes d’aquí p’allá”. De hecho, la conversación con los colegas aún no se había producido, pero yo ya la adelantaba reproduciéndola en mi cabeza mientras veía alejarse un pueblo gris embadurnado de propaganda política con la cabeza asomada por la ventanilla, el viento me peinaba y la alegría se metía por todas las rendijas del fuselaje del vehículo.

-          “Y puedo decirles cosas a las chicas desde aquí arriba?”
-          “Si son bonitas, sí”
-          “Hombre, no se lo voy a decir a las feas!”
-          “Y por qué no?”
-          “…”
-          “De todos modos, me refería a las cosas que quieras decir, no a las chicas, hombre: lo que      digas, sea lo que sea y sea a quién sea, tiene que ser bonito”
-          “…vale”

Así empezó un viaje que aún no ha terminado, que nunca terminará. Mi primer viaje serio. Un camión grande pero viejo, un conductor al que adoraba, aunque nunca se lo dije -porque los chicos de pueblo obrero no decíamos esas cosas- y un remolque que no llevaba miles de quilos de patatas, sino la ilusión almacenada de un chaval que no tenía ni idea de cómo, pero que intuía que aquel viaje le marcaría.

El primer destino fue Zaragoza. Descargamos las patatas en el almacén de un polígono industrial alejado del centro y cargamos en otra empresa ladrillos que teníamos que llevar a Madrid, para la construcción de un banco importante (creo que era el Urquijo, aunque no estoy seguro). Hubo problemas y lo que he explicado aquí en dos líneas, en realidad nos llevó casi dos días. La época era complicada y el papeleo y las gestiones, más. Aunque creo que el motivo real fue una huelga de esas que los sindicatos te montaban por cualquier motivo en un plis plas. A mí, esos retrasos me encantaban, pues otorgaban un plus de aventura al viaje. A mi tío le fastidiaban bastante, pues suponían gastos extras que cubría con su bolsillo y el incumplimiento de plazos. Aprovechamos para visitar la ciudad de Zaragoza, comer en sitios de camioneros y dormir en un hostal barato. Hacía un calor que deshacía el suelo y nublaba las ideas, pero yo no me quejaba. Cómo iba a hacerlo, los camioneros no se quejan y sus ayudantes, tampoco! De momento, no había rastro de chicas. Todo lo que rodeaba al camión era un mundo de hombres y las únicas chicas guapas que veía eran fotografías de calendario que otros camioneros colgaban en sus cabinas. Mi tío, no. El era especial. Para mí, más de 40 años después y habiendo ya traspasado al cielo de los buenos camioneros, lo sigue siendo.

Llegamos a Madrid de noche y fuimos directamente a la obra, para poder descargar de buena mañana los ladrillos que transportábamos. Nos instalamos (el verbo, dicho ahora, se me antoja incluso cómico, pues cualquier parecido con un “instalarse” actual es pura coincidencia) en la parte en la que supusimos que se necesitarían los ladrillos. Cerramos bien el camión y nos fuimos a cenar algo…o a intentarlo. Mi tío me dijo que aunque fuera de noche estábamos a casi 40 grados. No sé si era verdad, pero yo me lo creí, porque me sudaban hasta las suelas de las bambas. Estábamos por la zona de Legazpi, que en aquella época no era el barrio de Salamanca, precisamente (bueno, hoy tampoco) y, por mucho que andamos, no encontramos nada abierto. Por todas partes había pasquines y letreros políticos, con multitud de siglas, símbolos y mensajes…vamos, igual que en mi pueblo, pero más. Tenía todo el aspecto decadente que precede a un cambio radical o al deterioro total. Me dolía la barriga de hambre y estaba muy cansado por la paliza del viaje. Ya no sentía ni el calor, sólo tenía necesidad de echarme algo al estómago. Estaba cabreado con todo y el viaje empezaba a parecerme un rollazo cuando, de repente, mi tío me dijo que me sentara en un banco cercano, me dio dos latas enormes de sardinas en escabeche y un pedazo aún más grande de pan que llevaba metido en una especie de bolsa que no sé de dónde sacó. Se me quedó mirando, me sonrió y dijo: “Aquí tienes: un plato de ternera en salsa como los de la yaya María, una tortilla de patatas hecha por la ‘mama’ y una barra de pan del horno del Oliveres”. Yo miré tan suculento manjar y le contesté: “Pues tú te vas a joder, porque sólo vas a comer sardinas con pan seco!”. Nos echamos a reír, abrimos las dos latas y, de golpe, la magia de la noche nos señaló, nos guiñó el ojo como diciendo “estoy con vosotros” y todo fluyó. Ni me acuerdo de cómo volvimos al camión. Sólo sé que esa construcción enorme en obras se me antojó un hotel de lujo, iluminado por una luna que, de tan llena que estaba, parecía que nos iba a explotar encima. Como no podíamos dormir por el calor, nos quedamos en calzoncillos y nos metimos, primero uno, luego el otro, en el barreño de agua en el que los paletas limpiaban los ladrillos y las herramientas. En ese momento no había piscina en el mundo que pudiera superar nuestro jacuzzi particular. Al salir del barreño, sin secarnos, subimos al techo de la cabina (sí, sí, encima de la cabina), nos tapamos con sendas toallas previamente humedecidas en la ‘bañera del paleta’ y seguimos conversando. No recuerdo las palabras exactas, pero había un poco de todo: chicas, cole, mi equipo de baloncesto, mis padres, familia, los ‘yayos’, sus viajes con el camión, cualquier tema servía con tal de despistar al calor…hasta que él calló, encendió un pitillo y un rato después, mientras lo fumaba mirando la luna, dijo simplemente “Jordi, eres muy listo, no has salido a tu tío -sonrió-…pero lo que tienes que ser siempre es bueno, en cualquier circunstancia, pase lo que pase, debes ser bueno. Estudia mucho, trabaja y gana. Gasta lo justo y ahorra. Conoce a muchas chicas. Trátalas bien. Disfruta lo que puedas. Te irá bien en la vida…pero sobre todo, sé buena gente. No engañes, pero no te dejes engañar. Aprende a decir bien las cosas y procura que lo que digas sea bonito y sea verdad.”. Apagó el cigarro y poco a poco, el sueño y el calor nos ganaron la partida. Antes de cerrar los ojos del todo, volví a mirar la luna. Sabía que allí había pasado algo importante, simple, pero importante y quería ponerle un último rayo a esa historia, al lado de un hombre que, por lo general, no era muy dado a hacer discursos ni nada parecido, pero que aquel día dijo exactamente lo que tenía que decir para conseguir que un adolescente entendiera lo que debía entender.

Los años y mi profesión me han regalado posteriormente la posibilidad de hacer cientos de viajes, por un motivo u otro. Viajes que han oscilado entre lo correcto y lo genial…pero ninguno como aquella semana del verano de 1977. El verano en el que murió Elvis, el año en que los Bee Gees se metieron en el alma de mi generación con su Stayin’Alive y su How Deep is Your Love, el año en el que un país entero echó a andar, a trompicones y de forma un tanto desordenada, hacia una nueva época. Una época que nos traería modernidad, progreso, avance, que pintaría las grises paredes de mi pueblo de colores diferentes. Pero para mí, siempre será el año en el que fui feliz porque mi tío me enseñó, probablemente sin ser consciente de ello, qué debía hacer para serlo. Yo tan sólo tenía que seguir el ejemplo que me dio en un banco con dos latas de sardinas y las palabras que grabó en mi corazón en el techo de un camión, a la luz de la luna de Madrid, una calurosa noche de verano.

(Dedicado al “tíet Mariano”, DEP)

jueves, 29 de noviembre de 2018

Día 16. Héroe de agua


Recuerdo muy bien aquella mañana, aunque se desvanece la fecha exacta en esa bruma cotilla a la que llamamos memoria.

Mi madre, como cada día al levantarnos a mis hermanas y a mí para ir al colegio, tenía los tres desayunos preparados en la diminuta mesa de la cocina: rebanadas de pan, mantequilla y azúcar. No había para más...ni se requería, tampoco. Al empezar a comer la noté distinta y le pregunté qué le pasaba. Tenía los ojos hinchados. Al girarse hacia mí, soltó un par de lágrimas más y nos lo explicó. Yo tenía diez años entonces y en un momento maduré otros tantos, porque ese fue el día en que la Vida me presentó a sus dos hermanas menores: la Muerte mala y la Muerte bonita. En ese instante, algo en mí interior cambió en el tiempo en el que tarda una tostada de pan en enfriarse.

Pedro había ido de excursión con su colegio a ver el Parque Natural de Sant Miquel del Fai, sus saltos de agua, sus cuevas y su precioso entorno. Corría más o menos el año 1973. Tenía 14 años. Me puedo imaginar la algarabía de los chavales en el autobús, los cánticos, las permanentes -e inútiles- llamadas al orden de los profesores, las bromas chillonas y las inocentes risas, confidencias, críticas y comentarios de los estudiantes. Un día de excursión, en definitiva, era un día sin clase y eso, fuera cual fuera el destino, ya impelía al alma a sacar la mejor de sus sonrisas. Pedro, desde pequeño, se había caracterizado por tener en abundancia de ambas: alma y sonrisa. Siempre reía. Era lo que hoy llamaríamos "un chico popular" entre sus compañeros y, para no aburrir, tan sólo diré que aunaba en él casi todas la virtudes que una persona pueda tener. Hijo único y amado, sin esforzarse en absoluto conseguía que en su entorno se respirara ese amor cuando él estaba presente.

La mañana transcurría como era de prever: juegos, correrías, unos sentados por aquí, otros por allí, un pequeño grupo dándole al balón, otro apalancado en alguna roca dando buena cuenta de los bocadillos de rigor...hasta que, de repente, algo pasó. La dispersión de los chicos se fue deshaciendo y todos se empezaron a agrupar en torno al lugar de donde provenían los gritos de socorro. Alguien había caído, justo en ese espacio temible en el que el agua suelta que se desploma desde un saliente natural choca con rabia contra la del río, que parece esperar a aquella para hacerla desaparecer al momento en forma de vapor embravecido. El ruido ensordecedor de ese pequeño rincón de la naturaleza barcelonesa no evitó que Pedro, que se mantenía callado y atento, ajeno a los chillidos histéricos y asustados de los presentes, localizara por un instante a su compañero caído, que peleaba contra la corriente y se hundía sin remisión. Sin dudarlo un instante y ante la mirada incrédula del resto, se quitó los zapatos y se lanzó al agua. Consiguió asir el cuerpo casi inerte de su amigo, pero la fuerza de la corriente le impedía avanzar hacia algún apoyadero. En ese momento, el chófer del autobús llegó corriendo y, sin pensarlo dos veces, saltó al agua con la esperanza de ayudar a los dos chicos. Al cabo de un instante eterno, la clase gritó alegre al comprobar cómo el buen hombre lograba sacar al compañero que cayó inicialmente, pero fue atenuando el vocerío, transformándolo en silencio asustado, al no ver a Pedro por ningún lado. El chófer se tiró de nuevo, los compañeros gritaban desesperados y entre lágrimas el nombre de Pedro desde las rocas, con la vana esperanza de que su mera voluntad lo levantara de las aguas y, cual si de una escena bíblica se tratara, caminara sobre ellas hasta ellos...pero Pedro no salió. El chófer salvador, exhausto y destrozado de dolor, no había podido localizar su cuerpo. 

El resto de la escena se desarrolló como suele ser habitual en ese tipo de situaciones: llantos, policías, ambulancias, bomberos, más llantos, llamadas, pena, silencios, más pena...

A pesar de que durante más de una semana los buzos de la policía y de los bomberos rastrearon el río muchos kilómetros en dirección al mar, no consiguieron localizar el cuerpo, hasta que un día alguien dio el aviso de que había encontrado lo que podía ser una pista real. La corriente lo había arrastrado hacia abajo y una pierna quedó atrapada por una gran roca, a unos cuantos metros de profundidad, justo en el mismo sitio en el que su compañero fue salvado por el chófer. Vida y muerte separadas por pocos metros, vida y muerte en vertical. Desde ese momento, Pedro fue elevado a la categoría de "superhombre" por todos los que le conocimos. Y no tan sólo por haber intentado salvar a un compañero en condiciones extremas de peligrosidad, sino por haberlo hecho simplemente porque era lo que tenía que hacer, por pensar más en el necesitado que en sí mismo y por poner por delante del miedo, el valor.

Fue una muerte triste, sí...pero también fue una muerte bonita.

No recuerdo si ese día terminé el desayuno. Es más, no recuerdo nada más de ese día, aparte de esta historia. Sólo sé que, al ir hacia el colegio no levanté la cabeza del suelo durante todo el camino porque quería dedicarle toda mi atención a lo vivido y no quería que nada me distrajera de la emoción. Los niños miramos hacia abajo cuando la tristeza nos acompaña. A mis diez años, no conocía otra manera de homenajear a quién la había generado. Y así, mirando en formato de despiste cómo al avanzar iba dejando el suelo atrás, se fue alejando también un poco mi inocencia, hundida en parte en el fondo de un río, al lado de la sonrisa inmortal de un niño valiente.

Se llamaba Pedro Capellades. Ese día perdí un primo...pero gané un héroe.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Día 15. He aprendido


Hace casi un año que aparqué el teclado de este pequeño atril de vida. Hace casi un año que suspendí mi prosa en aras de una búsqueda más profunda de palabras que hablaran, no tan sólo que se leyeran. Estaba seco. Diversas fueron las circunstancias que me llevaron a tomar aquella decisión y no me arrepiento de haberlo hecho. Hoy, esas circunstancias siguen ahí, pues me conforman y moldean. Son personales, familiares, sociales, políticas, económicas, profesionales…en definitiva, un sumatorio poco ordenado de impactos emocionales de todo tipo. Pero algo ha cambiado durante este tiempo.

No sé cómo empezó todo. Puede que fuera el comprobar cómo las diferencias surgidas con algunos “amigos” a raíz de la situación social, política y económica de mi tierra, Cataluña, me llevaban al primer eslabón de una desazón creciente. No tanto porque me retiraran la palabra, me “bloquearan” en sus redes sociales o me insultaran ante terceros sin estar yo presente simplemente por pensar de forma distinta, no, no creo que fuera eso (ya que ese hecho les define a ellos, no a mí), fue más bien la tristeza de ver cómo el camino recorrido junto a muchos de ellos durante años no había servido para conocernos mejor, sino simplemente para estar juntos. Una especie de compañía de interés, sin que ninguna de las partes tuviera claro qué interés podía guiar nuestra relación, siendo fácil, por tanto, confundir esta con “amistad”. Yo, sin querer y de forma aparentemente inofensiva, participaba con mis escritos y mis opiniones del general desasosiego que se iba gestando (y que aún no ha desaparecido) y esa idea me inquietaba. Otro factor fue la necesidad casi física de empaparme de conocimientos bien planteados, analizados, estudiados, contrastados y correctamente escritos. Debo decir que el camino ha sido absolutamente fructuoso a tal efecto. He invertido muchísimas horas en maravillosas lecturas que han ampliado mi capacidad de razonamiento mucho más allá de lo que mi soberbia me impedía creer. La humildad socrática ha sido la única pista por la que he corrido esta carrera: sólo sé que no sé nada. Y sigo pensando lo mismo, pues tan sólo cuando te desprendes del “yo adquirido”, aparece el “yo inquirido” (si se me permite la expresión), ese que te lleva a hurgar en conocimientos ajenos para abastecer y ampliar los propios.

Sí, me fui, convencido de que cuando volviera lo haría sin dejarme imbuir por el vocerío que tanto caracteriza esta época: gritos de vanidad en forma de píxeles, jactancia encapsulada en peligrosas dosis de tuits, comentarios banales adornados con estúpidos memes o pretenciosos e incendiarios discursos lanzados por algunos salva-patrias desde la comodidad de un sueldito mensual atrapa-conciencias. Y creo haberlo conseguido. He recuperado la habilidad de “alejarme” emocionalmente cuando algo exige objetividad de análisis y criterio calmo para ofrecer una respuesta sincera. He aprendido de nuevo a saber frenar cuando la aceleración de los acontecimientos (auténtico mal de nuestra generación) parecía exigir un posicionamiento radical y extremista ante cualquier cuestión. He visitado espacios de mi conciencia que me eran ajenos por desconocidos, no por inexistentes. He recorrido ideas de terceros –puede que alguna de ellas sea tuya- con el mismo deleite que si hubieran sido por mí paridas. He amado más intensamente de lo muy intensamente que ya amaba. He recobrado la capacidad de ver luz en otras miradas. Me he abandonado a la fuerza del viento de la Razón para que empuje mi camino y a la brisa de la Emoción para que lo alegre. Un poco de todo esto -sin que fuera totalmente consciente de ello- es lo que buscaba y lo que he encontrado.

He participado de algunos debates seriamente expuestos y animosamente concurridos, que me han permitido recoger allí donde otros sembraron y por ello les estoy enormemente agradecido.

Ahora sé dónde estoy de una forma que antes tan sólo barruntaba y recojo a mano la cosecha de mi vida. Por todo ello, puedo alzar la voz para decir que valió la pena alejarme porque al hacerlo, he aprendido.

Si quieres acompañarme de nuevo, será un placer pasear a tu lado.

domingo, 15 de octubre de 2017

Día 14. Así soy

Si me preguntares de dónde soy, te contestaría “soy europeo, nacido en Barcelona, capital de mi Mediterráneo”. Llevo en mí los nombres de una amante de Zeus, de una ciudad a la belleza rendida y de un mar que juega con el Sol. Paseo por la vida sonriendo (pues en la sonrisa yacen los secretos de la felicidad y las respuestas a toda duda), lloro con tu pesar, vibro con tu crecer y me aferro con fuerza a la belleza y a la verdad ante cualquier desatino. A veces me miento al no querer mentir, pues debiera, mas no puedo. Tengo a la sabiduría como musa de vida, se manifieste o no, pues su mera búsqueda alimenta mi deseo de seguir apelando a ella, y con eso me basta. Soy limitado en mil funciones, torpe en otros tantos procederes, convulso en mis emociones y simple en sus interpretaciones. Tengo pocas virtudes, pero las cuido con esmero, pues siempre supe que era preferible regar con verdad y perseverancia la autoestima de ellas derivada, que sembrar capacidades múltiples de fácil elogio y rápido olvido. Acuño como preciado tesoro la palabra ajena que dice, la boca que expresa, el corazón que manifiesta. Procuro vivir a costa de instantes, no planteo futuros ni me anclo en pasados. Intento recoger las migajas de felicidad que cada día se filtran por las grietas de un mundo que se va torciendo poco a poco. Soy un realista de alma utópica, un pragmático de corazón romántico, un sentimental de orgullo henchido que se altera sobremanera con la mediocridad, la vulgaridad, la deshonestidad y con todo ser que anteponga una bandera a una verdad. Amo la pasión, la propia y la ajena. Me ilumino con el brillo de unos ojos sinceros y de un proceder noble. La música me eleva, me seduce, me reconforta con la vida, me besa el alma. Pero por encima de todo esto, amo. Busco en ese verbo, y encuentro, el placer supremo, la respuesta a todas las preguntas, el origen de la vida, su devenir. No hay otro camino. Me refiero al amor que subyace, inhóspito, en cada uno y que tapamos con las vacuas y fútiles situaciones a las que la vida nos empuja, no al amor romántico (que también) que nos es regalado a veces, aunque –también a veces- dure siempre. Expreso con amar la voluntad de crecer a costa de entenderte, de comprenderte, de recoger el testigo de tus preocupaciones y devolvértelo limpio, recuperado, sanado. Expreso con amar el deseo de que tú hagas lo mismo conmigo, con cualquiera.

Sí, amo…pero también sufro. Sufro con la preocupación, con la mentira, con el odio, con las fronteras, con la ignorancia. Me resultan insoportables la infamia, la palabrería vana, la radicalidad y el diálogo mudo. Desconfío de lo oficial y me bato en retirada cuando por mi horizonte asoman apóstoles de cualquier “verdad única”. No me gusta lo perfecto, pues lo considero anacrónico, antinatural, impostado. El mundo, la naturaleza, la vida, tú, yo, somos básicamente imperfectos y en esa imperfección nos movemos, compartimos, somos.

Así soy, del país de mí mismo, del tuyo, del de todos, pues a todos los que me precedieron les debo la oportunidad de poder repetir, orgulloso, que estoy hecho del nombre de una amante de Zeus, de una ciudad coqueta y bella y del de un amigo del Sol. 

No me identifico con ninguna otra territorialidad, por mil argumentos que me la acerquen.


sábado, 22 de abril de 2017

Día 13. Dos rayos en una flor

Partieron todos los suyos. Traspasaron ese umbral del que nunca hablamos en primera persona...ya lo harán otros cuando no podamos hablar más. Se quedó solo. Nunca tuvo esposa, ni hijos, ni nietos a los que malcriar y, si bien disfrutó alguna vez del cálido abrazo de buenas y entregadas mujeres que vinieron a salpimentar su asumida rutina, no tuvo en ningún momento la más mínima intención de saltarse su único credo: pasar desapercibido.  Simplemente ser y estar. Nada más. Porque esa invisibilidad le permitía observar sin ser observado. Narrar para sus adentros historias inventadas de un mundo que le rodeaba sin apenas tocarlo. Aspiraba a morir difuminándose, y que su desaparición se llevara –de igual forma- todas sus pertenencias: su pequeño apartamento, su vieja maleta y su foto. Su única foto. La que le hizo aquél día…

Nadie recordaba en el pueblo cuándo había llegado, ni de dónde venía y, si bien le reconocían formas amables en el trato, era este tan escaso que, con el tiempo, olvidaron que en el tercer piso del viejo edificio de aquella calle vivía Arturo, el ebanista. La herencia que recibió de una tía-abuela soltera a la que casi nunca vio le permitió dejar el oficio y vivir sin lujos, pero sin aprietos.

Su vida transcurría entre largos paseos por Barcelona, la lectura en la soledad de su hogar y los escritos que, día sí y día también, se obligaba a inventar para alimentar el alma de poeta que siempre quiso creer que tenía. No echaba de menos nada ni a nadie…excepto a ella. Un pinchazo de dolor en color sepia le venía a menudo cuando la mente y el corazón se la recordaban. Luz, se llamaba. Se conocieron de forma casual un 23 de abril, entre miles y miles de personas y millones de libros y flores. Fueron a coger al mismo tiempo un libro en concreto (una versión de bolsillo de Los Cachorros, de Mario Vargas Llosa), sin querer, sus manos se tocaron, pero más lo hicieron sus miradas y, a partir de aquel momento, sus vidas. Le regalaron al mundo diez meses de felicidad absoluta, hasta aquella mañana en la que la maldita moto acabó con todo. Tan sólo le había hecho una foto…y fue a las dos horas de conocerse, rodeados de rosas de mil colores.

Cada 23 de abril despertaba al alba. Lo hacía lentamente, casi con parsimonia, como intentando retener al máximo un tiempo con el que pactó hacía mucho convivir y poca cosa más. Leía algo, una ducha de agua fría, un café en el momento y un termo para llevar, un par de bocadillos, una botella grande de agua, la maleta y la foto, tal era su bagaje para empezar el día. Salía por el portal cuando apenas la vida empezaba a desperezarse. Subía al primer tren que iba al centro de la gran ciudad y allí buscaba un buen banco, en el que se quedaba hasta que, pasadas un par de horas, como si fueran laboriosas hormigas sonrientes, iban apareciendo aquí y allá personas que se afanaban en montar los puestecitos de flores y libros. Le gustaba ser de los primeros en absorber el aroma con el que se vestía el aire y acariciar las tapas de algunos libros, como buscando en ellas las huellas de aquella mano que un día encontró…

Y así, paso a paso, libro a libro, flor a flor, se le iba yendo el día…hasta que encontró el lugar y el momento que buscaba. A las doce en punto del mediodía, al pie de uno de los árboles de la Rambla de Catalunya, casi en la esquina con la calle Provenza, compró la rosa más roja que encontró, abrió la maleta, sacó con dulzura extrema la foto de Luz, la colocó encima de un ejemplar de Cartas a Gabriela, de Pablo Neruda, posó la rosa en él, se sentó a su lado y así, cual si Pablo, Luz y él compartieran en medio del mundo un estado único, etéreo, infinito, le dedicó la flor (“a ti mi flor, a ti mi vida, a ti mi silencio y mi llanto, mi noche y mi día, a ti, mi Luz, mi voz, mi palabra y mi adiós”), cerró los ojos lentamente, sonrió por última vez y se difuminó.

Algunos creen ver, cada 23 de abril, al mediodía, al pie de un árbol de una esquina de la Rambla de Catalunya, dos rayos de sol en una flor.

(Feliz Día de Sant Jordi. Feliz Día de la rosa y el libro)


miércoles, 22 de marzo de 2017

Día 12. ¡Somos!


Un día fui pretencioso y la Diosa Escritura atajó de golpe mi orgullo. Si en algún momento creí, hace ya mucho, que la vida me había dotado de una cierta habilidad para escribir (o si la había adquirido yo, siendo indistinto tanto lo uno como lo otro), dicha creencia quedó huérfana de argumento cuando intenté volcar en el teclado la historia ficticia de Lunpe, un adolescente marcado por la desgracia de haber sido espectador principal de la muerte violenta de su hermano mayor, allá por los años de la Transición. Me quedé encallado. Una y otra vez mis dedos se daban de bruces contra una evidencia que se iba manifestando lentamente, de forma incómoda al principio, frustrante después: la de que no tengo la capacidad de hilvanar una historia inventada más allá de unas pocas páginas, por carecer del don de la creatividad imaginativa. Así pues, desde hace un tiempo, Lunpe añade a su ya de por sí traumática adolescencia, el hecho de haber sido apartado sin contemplaciones a un cajón virtual o, lo que es lo mismo, a un archivo de mi ordenador. Olvidado. Un personaje sin historia, una historia sin cuerpo ni final. Una no-historia más.

Mi vanidad se recolocó, aprendió la lección, mutó en sincera humildad y convino en darme una explicación que mitigó la desazón que había provocado la forzada asunción de mi escasa solvencia literaria: no sabía escribir historias de ficción porque no debía escribir historias de ficción. Ya fuera por intuición o por compensación, supe al momento que para lo que sí estoy preparado es para describir emociones, sentimientos de papel generados a partir de experiencias reales, pasiones vitales propias o ajenas que, aunque no las veamos o no las queramos ver, están siempre ahí, diseñándonos por dentro y por fuera, porque de ellas estamos hechos y por ellas seguimos avanzando por la Vida, a pesar de todo. Somos minúsculas flores salvajes crecidas desordenadamente en la cuneta de una pequeña curva del Universo llamada Tierra, abonadas por la aleatoriedad de incomprensibles procesos biológicos mil-milenarios…¡pero “somos”!, y eso es lo que nos convierte en especiales. Reímos y lloramos porque “somos”. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, porque “somos”. Leemos, escribimos, paseamos, meditamos, entendemos y nos sorprendemos, porque “somos”. Disfrutamos, sufrimos, odiamos, peleamos y reconciliamos, porque “somos”.

Amamos porque “somos” y “somos” porque amamos…y esa es, para este aspirante a simple relator, la auténtica esencia de esa pequeña flor de cuneta universal que responde al nombre de Ser Humano.


Descartes estaba equivocado, no existimos porque pensamos, existimos porque sentimos.