miércoles, 26 de octubre de 2016

Día 5. La luz de una palabra (sólo apto para quien las ama)

“La palabra es una forma de energía vital” (Dr. Mario Alonso Puig)

Sé que en cuanto salen de mi van a Australia, y allí Iván las valora; que en Barcelona, Marien las acaricia y comparte; que en Las Palmas, Cris las admira orgullosa; que en Lloret, Joan las lee y recomienda; que allí donde esté, Carla las analiza y pondera…pero, ¿dónde van mis palabras? ¿Dónde van tus palabras? ¿Dónde viven las palabras?.

Somos lo que somos porque las palabras nos han hecho así, nos moldean, corrigen, pasean con nuestra imaginación, se dan la mano, se besan, regresan cuando menos las esperamos a  nuestra conciencia, a nuestra intención, a nuestros sueños. Apalabramos la vida vitalizando las palabras en un acto independiente de la capacidad de hablar: una civilización de ellas vive en nuestro interior, sepamos pronunciarlas o no, sepamos escribirlas o no, declamarlas o no, cantarlas o no. Que les abramos conscientemente portones para que salgan o las mantengamos felices intramuros nada tiene que ver: tienen vida propia. Fueron antes que nosotros. Nacieron antes de que la vida nos acompañara hasta esta avenida llamada Mundo, y éste comprendió que a través de ellas le entenderíamos mejor. Por eso nos están esperando cuando llegamos y el primer llanto las reclama. Una multitud de palabras nos recibe alborozada, colgada en los bordes del amor de la madre que nos las presenta o balanceándose en la seriedad de la comadrona que nos las acerca. Todo fluye en un baile hecho de letras compuestas por los que han sido antes que nosotros, por los que vendrán después y por los que acompañan nuestro momento, hoy, aquí, ahora. Palabras que separan y engarzan, que matan y que despiertan, que otean y que guardan, que vigilan y protegen; palabras que influyen y que enardecen, que sonríen y reflotan, que alegran y entristecen, que hunden y soliviantan; palabras, siempre palabras…

“Y el Verbo se hizo Carne…” (Juan, 1:14). Palabras que estaban ahí, en el principio de los tiempos. Palabras que son el Tiempo mismo.

Nos estructuramos, pensamos, creemos, amamos y vivimos, porque podemos, debemos y queremos contarlo, explicarlo, compartirlo. A menudo nos refugiamos en ellas aunque, de vez en cuando, son ellas las que nos piden unas lágrimas para poder navegar por el caudal de un sentimiento roto, de una emoción sobrevenida, de un placer desatado. Palabras que surfean en océanos embravecidos de confusión y agobio, que se deslizan por suaves valles de fuerza y decisión, que se alimentan de pastos de voluntad o de tristeza. Palabras que acuden en nuestro auxilio cuando las llamamos e incluso cuando no lo hacemos. Palabras que nos retan a encontrarlas para completarnos.

El dios de las palabras es femenino: la Diosa Palabra. Dulce y amarga, convulsa y clara, suave y áspera, profunda y trivial…una diosa sensual, dueña, ama y señora de todas las letras, a las que esconde caprichosamente en el interior de todas las estrellas para que estas se iluminen y provoquen así que los seres humanos, instigados por la sutil semidiosa Inquietud, levantemos la cabeza por encima de nuestro pequeño mundo para buscarlas. Y cuando damos con una, la Diosa Palabra, feliz y satisfecha, apaga la estrella que la contiene porque sabe que, desde ese momento, no necesitaremos mirar más allá para saber lo que es la luz de una palabra, sino que nos dejaremos arrastrar por su fulgor hasta ese lugar en el que viven todas ellas y desde el que nos guían: nuestra propia alma.

Palabras, sólo palabras, siempre palabras…


viernes, 14 de octubre de 2016

Día 4. De saliente en saliente

Lo único que tenía que hacer era quedarme quieto, en posición vertical, mirar al frente, levantar un poco la rodilla, echar el pie ligeramente hacia atrás y la punta hacia abajo,  mantenerme así unos segundos, darme un pequeño impulso hacia arriba…y elevarme.

Hace ya muchos, muchos años y durante varios de ellos, la mayoría de mis sueños empezaban así. Al cabo de un momento, mi cuerpo se movía hacia donde yo lo dirigía, lo dominaba absolutamente, era capaz de volar. Si movía la rodilla un poco hacia la derecha, me iba hacia la derecha, si la movía hacia la izquierda, hacia ese lado que me desplazaba. Me bastaba levantarla un poco más para ir hacia arriba y cuando quería posarme de nuevo en tierra, no tenía más que colocar el pie en su posición natural y bajaba plácidamente hacia el suelo…o me quedaba a un palmo de las olas del mar, o en el borde de una nube, o en lo alto de una montaña. Así estaba toda la noche: volando. Sentía una libertad absoluta, definitiva. A veces jugaba dentro del sueño. Me elevaba hasta la cima de un monte en concreto (inexistente, claro). Me gustaba porque tenía muchos salientes. Me colocaba en el más alto, visualizaba la distancia y desnivel que había entre uno y otro y, en un momento dado, cerraba los ojos al tiempo que saltaba hacia el primero. No era velocidad lo que sentía mientras me dirigía hacia él, era algo más parecido a bucear increíblemente rápido. Notaba la fricción de la fuerza contraria a mi avance, pero era agradable. Cuando calculaba que estaba a punto de llegar a él y justo unos metros antes de estrellarme contra la roca, levantaba la rodilla y eso me permitía desacelerar la caída, reducir la velocidad y tomar tierra sin ningún problema. Pero en ese preciso momento, en el instante exacto en que eso sucedía, aún con los ojos cerrados, volvía a lanzarme hacia el siguiente, y así hasta que finalmente, al cabo de un buen rato, bajaba hasta el pie de la montaña, de salto en salto, de saliente en saliente, abría los ojos y miraba extasiado hacia arriba: la cima ya no estaba, la montaña era un enorme espacio vacío lleno de una luz intensa pero no molesta. Esa visión me provocaba sentimientos encontrados, ya que por un lado ansiaba comprobar el alcance de mi heroicidad al bajar una montaña entera, de risco en risco, desafiando las leyes más básicas de la Naturaleza y a la mismísima diosa Gravedad, y no podía; pero por otro, cuanto más miraba el vacío de la montaña, una extraña sensación de paz total me embargaba, porque comprendía lo más importante: yo era la montaña. Lo que volaba era mi voluntad, que dirigía hacia donde quería; la posibilidad de matarme en cada salto era un simple reto que asumía tranquilamente y que vencía por atención, concentración y actitud; los salientes eran problemas que solucionaba afrontándolos de cara. Todo tenía sentido. Me sentía seguro y fuerte. Cuando algo me molestaba, no tenía más que levantar la rodilla, y elevarme unos metros por encima del suelo para que desapareciera el problema. Con el tiempo, “elevarme un poco por encima de los problemas” para tener una perspectiva general de los mismos me sirvió (me sirve) para afrontarlos con mayores garantías, si no de solución, sí de enfoque y comprensión. Es cierto, no obstante, que no hubiera mejorado esa técnica si por el camino no me hubiera encontrado con importantes episodios de estrés que me permitieron aplicarla. De todo se aprende.

Crecí y nunca más volví a tener ese sueño. Hoy no sé si soy montaña, un simple risco o una inerme llanura, aunque tampoco me importa demasiado. He aprendido que no estamos hechos de sueños, sino que los sueños están hechos de nosotros, se visten con nuestra piel y salen a vivir cada día una vida distinta. Los sueños sueñan de día mientras nosotros dormimos la realidad de la noche y construimos una montaña con muchos salientes que al día siguiente saltaremos…con los ojos bien abiertos.


El éxito de nuestros retos está en convencernos de que, si realmente somos la montaña, los salientes (los obstáculos) nos pertenecen…y si eso es así (y lo es), la victoria es nuestra. Y a cada victoria la precede un sueño. A cada sueño, un vuelo. Y a cada vuelo, un espíritu libre que se lanza, seguro de sí, de saliente en saliente. Y ese espíritu lleva tu nombre. Todos los nombres.