Partieron todos los suyos. Traspasaron ese umbral del que
nunca hablamos en primera persona...ya lo harán otros cuando no podamos hablar
más. Se quedó solo. Nunca tuvo esposa, ni hijos, ni nietos a los que malcriar y,
si bien disfrutó alguna vez del cálido abrazo de buenas y entregadas mujeres
que vinieron a salpimentar su asumida rutina, no tuvo en ningún momento la más
mínima intención de saltarse su único credo: pasar desapercibido. Simplemente ser y estar. Nada más. Porque esa
invisibilidad le permitía observar sin ser observado. Narrar para sus adentros
historias inventadas de un mundo que le rodeaba sin apenas tocarlo. Aspiraba a
morir difuminándose, y que su desaparición se llevara –de igual forma- todas
sus pertenencias: su pequeño apartamento, su vieja maleta y su foto. Su única
foto. La que le hizo aquél día…
Nadie recordaba en el pueblo cuándo había llegado, ni de dónde
venía y, si bien le reconocían formas amables en el trato, era este tan escaso
que, con el tiempo, olvidaron que en el tercer piso del viejo edificio de
aquella calle vivía Arturo, el ebanista. La herencia que recibió de una
tía-abuela soltera a la que casi nunca vio le permitió dejar el oficio y vivir
sin lujos, pero sin aprietos.
Su vida transcurría entre largos paseos por Barcelona, la
lectura en la soledad de su hogar y los escritos que, día sí y día también, se
obligaba a inventar para alimentar el alma de poeta que siempre quiso creer que
tenía. No echaba de menos nada ni a nadie…excepto a ella. Un pinchazo de dolor en color sepia le venía a menudo cuando
la mente y el corazón se la recordaban. Luz, se llamaba. Se conocieron de forma
casual un 23 de abril, entre miles y miles de personas y millones de libros y
flores. Fueron a coger al mismo tiempo un libro en concreto (una versión de
bolsillo de Los Cachorros, de Mario
Vargas Llosa), sin querer, sus manos se tocaron, pero más lo hicieron sus
miradas y, a partir de aquel momento, sus vidas. Le regalaron al mundo diez
meses de felicidad absoluta, hasta aquella mañana en la que la maldita moto
acabó con todo. Tan sólo le había hecho una foto…y fue a las dos horas de
conocerse, rodeados de rosas de mil colores.
Cada 23 de abril despertaba al alba. Lo hacía lentamente,
casi con parsimonia, como intentando retener al máximo un tiempo con el que
pactó hacía mucho convivir y poca cosa más. Leía algo, una ducha de agua fría,
un café en el momento y un termo para llevar, un par de bocadillos, una botella
grande de agua, la maleta y la foto, tal era su bagaje para empezar el día.
Salía por el portal cuando apenas la vida empezaba a desperezarse. Subía al
primer tren que iba al centro de la gran ciudad y allí buscaba un buen banco, en
el que se quedaba hasta que, pasadas un par de horas, como si fueran laboriosas
hormigas sonrientes, iban apareciendo aquí y allá personas que se afanaban en
montar los puestecitos de flores y libros. Le gustaba ser de los primeros en
absorber el aroma con el que se vestía el aire y acariciar las tapas de algunos
libros, como buscando en ellas las huellas de aquella mano que un día encontró…
Y así, paso a paso, libro a libro, flor a flor, se le iba
yendo el día…hasta que encontró el lugar y el momento que buscaba. A las doce
en punto del mediodía, al pie de uno de los árboles de la Rambla de Catalunya,
casi en la esquina con la calle Provenza, compró la rosa más roja que encontró,
abrió la maleta, sacó con dulzura extrema la foto de Luz, la colocó encima de un
ejemplar de Cartas a Gabriela, de
Pablo Neruda, posó la rosa en él, se sentó a su lado y así, cual si Pablo, Luz
y él compartieran en medio del mundo un estado único, etéreo, infinito, le
dedicó la flor (“a ti mi flor, a ti mi
vida, a ti mi silencio y mi llanto, mi noche y mi día, a ti, mi Luz, mi voz, mi
palabra y mi adiós”), cerró los ojos lentamente, sonrió por última vez y se
difuminó.
Algunos creen ver, cada 23 de abril, al mediodía, al pie de
un árbol de una esquina de la Rambla de Catalunya, dos rayos de sol en una
flor.
(Feliz Día de Sant Jordi. Feliz Día de la rosa y el libro)