jueves, 21 de febrero de 2019

Día 18. La música tiene barrio



La ventana de la habitación de Alfonso y su hermano Gerardo daba al exterior, en la misma esquina con la subida de la calle Hugo. Era una planta baja. No había lugar en ella para la especulación o el qué pasará, pues bastaba sacar la cabeza por entre sus rejas para saber exactamente qué sucedía fuera, pero sí lo había para la imaginación, para las historias, las risas y la amistad. En esa habitación descubrí, a los 13 o 14 años, la cara angelical de una jovencísima Linda Ronstad, de la que me enamoré a la que empezó a cantar las primeras notas de su “Blue Bayou”. Para compensar el azúcar que nos provocaba el timbre de voz de Linda, Gerardo, un poco mayor que su hermano y que yo, nos pinchaba el LP de Boney M., y ahí nos dejaba a los dos: con el “Daddy Cool” y el "Ma baker" de turno.

Fue en casa del primo de Alfonso y Gerardo, Carlos, que vivía a unos setenta metros de distancia, donde mi alma musical se engarzó al que después ha sido un acompañante fijo en mi vida: Barry White. Y es curioso que el flechazo fuera tan potente siendo que el primer tema que sentí (no sólo oí) de este cantante, al que caracterizaba su profunda voz, fue “Loves Theme”, una preciosidad de cuatro minutos enteramente musicales, sin letra. Floté por encima de un mundo y un pueblo que ya por entonces se me antojaban grises, apagados y sucios, aunque el amor por el terruño disimulaba la realidad que nos envolvía a todos en aquella época.

La casa de Plácido estaba entre las anteriores y cerca de la mía. Todos los momentos que pasé en su piso, que fueron muchos, estaban adornados de música (bueno, de música y de una madre a la que le salía el amor por cada poro de piel y que convertía el verbo “sonreir” en el primero del diccionario, aunque empezara por “s”). Fue en su habitación donde, sin saber biología, conocí “La Vida secreta de las plantas”, un bello experimento de Stevie Wonder que, desde entonces, es la banda sonora que le pongo inconscientemente a la naturaleza.

Toni, mi gran amigo Toni, siempre tenía la cinta de celo a punto para taparle los agujeros a cualquier cassette barato y convertirlo, made in nosotros mismos, en un conjunto (a veces poco) armonioso en el que cabían desde Suzi Quatro, a The Doors, los Beatles, Kool & the Gang, más Boney M. o lo que estuviera sonando en ese momento por la radio. El radiocassette de Toni daba para eso y para más. Ensayar los bailes de las fiestas del ABI del domingo por la tarde a partir de lo que escupía ese aparato doméstico se convirtió en una costumbre, a la que se añadía de vez en cuando “el Manolo”, porque donde caben dos siempre bailan tres.

Naturalmente, mi principal templo musical fue mi propia casa. El sitio donde se podían mezclar los coros del “Nabucco” de Verdi, por parte de mi madre, con el eterno Glenn Miller y su “In the Mood”, por parte de mi padre, sin que la belleza de ámbas piezas se viera afectada ni un ápice a pesar de sonar al mismo tiempo, mientras yo, en el silencio de la habitación, sin tener ni idea de inglés, iba transcribiendo fonéticamente y de forma transgresora y subversiva en una hoja de la agenda de La Salle la letra de una maravillosa “Fantasy”, de Earth, Wind & Fire, para que se quedara grabada en mi alma por los siglos de los siglos. Ahí sigue, saltando al escenario cada vez que, aunque sea de lejos, me llegan los acordes del grupo de Chicago.

Todo eso pasaba en mi barrio, en la Font Pudenta. Un barrio de trabajadores, obreros y operarios, de inmigrantes y gente sencilla. Un barrio que dejaba la ventana abierta y muchas radios encendidas para que la música acompañara el paso de sus habitantes, fueran por donde fueran y fueran quienes fueran. Pues si bien es cierto que todos los barrios tienen música, yo sigo pensando -puede que infantilmente- que, en nuestro caso, era la música la que tenía un barrio.



sábado, 9 de febrero de 2019

Día 17. Sardinas en un banco (aquel verano del 77)



-          “Anda, deja que me lo lleve una semana conmigo, mujer, que al chaval no le va a pasar nada…”
-          “…Ay…es que no sé…una semana…es mucho tiempo…¿y si tenéis un accidente o algo?”
-          “Qué no! Cómo vamos a tener un accidente con ese camión! Ya me gustaría a mí que corriera lo suficiente como para poder sufrir un poquillo en la carretera o para que se me hiciera más corto el camino!...además, iremos cargados de patatas la mitad del camino y de ladrillos la otra mitad, así que, correr, más bien poco!”

Supongo que algo parecido a esto fue la conversación que mantuvieron mi tío Mariano y su hermana, mi madre, hacia principios del mes de julio de 1977. Yo tenía 14 años más o menos recién estrenados, una melenilla embravecida a base de luchas fratricidas contra dos o tres remolinos del pelo y un montón de hormonas desatadas repartidas de forma desigual entre mi cuerpo, mi mente y mi alma. Como apoyo casi definitivo en mi favor para acompañar a mi tío alegué mis buenas notas. Poca cosa más podía presentar como argumento, así que para complementar la bien intencionada pero, a mi juicio, escasa fundamentación de su hermano, usé la técnica que mejor se me ha dado siempre: le dije a mi madre la verdad. “Mama, venga vaaa, déjame ir, que no he estado nunca en Madrid y quiero ver otros sitios!” “Ya has estado en Valencia… y en los Pirineos…y el mes que viene iremos a San Carlos de la Rápita de vacaciones” “Joder, esto está chungo”, pensé, y contrataqué: “Si me dejas ir, haré todo lo que me pidas en San Carlos. Me quedaré con las nenas cuando vayáis a la playa el papa y tú. Las cuidaré y vigilaré”. Evidentemente, no pensaba hacer tal cosa con mis hermanas pequeñas, pero eso ya lo arreglaría llegado el momento.

Funcionó. Lo sé porque cuando mi madre sonríe, todo funciona.


                                                               *****************


-          “Pon la bolsa ahí…no, ahí no, debajo de la litera”
-          “Vale…”
-          “Y no pongas los pies encima del salpicadero, eh?”
-          “Vale…”
-        "Esto que hay entre tú y yo es una parte del motor. Aquí dentro va a hacer un calor de           cagarse, así que procura no tocarlo con la mano, vale?”
-          “Vale…”
-          “Qué? Arrancamos?”
-          “Vale!”

Era mucho mejor de lo que me había imaginado. Un camionazo, muy alto, no recuerdo la marca, pero lo suficientemente grande como para vacilar con los amigos diciéndoles que tu tío era camionero “pero de los de tráiler, no de los que sólo llevan paquetes d’aquí p’allá”. De hecho, la conversación con los colegas aún no se había producido, pero yo ya la adelantaba reproduciéndola en mi cabeza mientras veía alejarse un pueblo gris embadurnado de propaganda política con la cabeza asomada por la ventanilla, el viento me peinaba y la alegría se metía por todas las rendijas del fuselaje del vehículo.

-          “Y puedo decirles cosas a las chicas desde aquí arriba?”
-          “Si son bonitas, sí”
-          “Hombre, no se lo voy a decir a las feas!”
-          “Y por qué no?”
-          “…”
-          “De todos modos, me refería a las cosas que quieras decir, no a las chicas, hombre: lo que      digas, sea lo que sea y sea a quién sea, tiene que ser bonito”
-          “…vale”

Así empezó un viaje que aún no ha terminado, que nunca terminará. Mi primer viaje serio. Un camión grande pero viejo, un conductor al que adoraba, aunque nunca se lo dije -porque los chicos de pueblo obrero no decíamos esas cosas- y un remolque que no llevaba miles de quilos de patatas, sino la ilusión almacenada de un chaval que no tenía ni idea de cómo, pero que intuía que aquel viaje le marcaría.

El primer destino fue Zaragoza. Descargamos las patatas en el almacén de un polígono industrial alejado del centro y cargamos en otra empresa ladrillos que teníamos que llevar a Madrid, para la construcción de un banco importante (creo que era el Urquijo, aunque no estoy seguro). Hubo problemas y lo que he explicado aquí en dos líneas, en realidad nos llevó casi dos días. La época era complicada y el papeleo y las gestiones, más. Aunque creo que el motivo real fue una huelga de esas que los sindicatos te montaban por cualquier motivo en un plis plas. A mí, esos retrasos me encantaban, pues otorgaban un plus de aventura al viaje. A mi tío le fastidiaban bastante, pues suponían gastos extras que cubría con su bolsillo y el incumplimiento de plazos. Aprovechamos para visitar la ciudad de Zaragoza, comer en sitios de camioneros y dormir en un hostal barato. Hacía un calor que deshacía el suelo y nublaba las ideas, pero yo no me quejaba. Cómo iba a hacerlo, los camioneros no se quejan y sus ayudantes, tampoco! De momento, no había rastro de chicas. Todo lo que rodeaba al camión era un mundo de hombres y las únicas chicas guapas que veía eran fotografías de calendario que otros camioneros colgaban en sus cabinas. Mi tío, no. El era especial. Para mí, más de 40 años después y habiendo ya traspasado al cielo de los buenos camioneros, lo sigue siendo.

Llegamos a Madrid de noche y fuimos directamente a la obra, para poder descargar de buena mañana los ladrillos que transportábamos. Nos instalamos (el verbo, dicho ahora, se me antoja incluso cómico, pues cualquier parecido con un “instalarse” actual es pura coincidencia) en la parte en la que supusimos que se necesitarían los ladrillos. Cerramos bien el camión y nos fuimos a cenar algo…o a intentarlo. Mi tío me dijo que aunque fuera de noche estábamos a casi 40 grados. No sé si era verdad, pero yo me lo creí, porque me sudaban hasta las suelas de las bambas. Estábamos por la zona de Legazpi, que en aquella época no era el barrio de Salamanca, precisamente (bueno, hoy tampoco) y, por mucho que andamos, no encontramos nada abierto. Por todas partes había pasquines y letreros políticos, con multitud de siglas, símbolos y mensajes…vamos, igual que en mi pueblo, pero más. Tenía todo el aspecto decadente que precede a un cambio radical o al deterioro total. Me dolía la barriga de hambre y estaba muy cansado por la paliza del viaje. Ya no sentía ni el calor, sólo tenía necesidad de echarme algo al estómago. Estaba cabreado con todo y el viaje empezaba a parecerme un rollazo cuando, de repente, mi tío me dijo que me sentara en un banco cercano, me dio dos latas enormes de sardinas en escabeche y un pedazo aún más grande de pan que llevaba metido en una especie de bolsa que no sé de dónde sacó. Se me quedó mirando, me sonrió y dijo: “Aquí tienes: un plato de ternera en salsa como los de la yaya María, una tortilla de patatas hecha por la ‘mama’ y una barra de pan del horno del Oliveres”. Yo miré tan suculento manjar y le contesté: “Pues tú te vas a joder, porque sólo vas a comer sardinas con pan seco!”. Nos echamos a reír, abrimos las dos latas y, de golpe, la magia de la noche nos señaló, nos guiñó el ojo como diciendo “estoy con vosotros” y todo fluyó. Ni me acuerdo de cómo volvimos al camión. Sólo sé que esa construcción enorme en obras se me antojó un hotel de lujo, iluminado por una luna que, de tan llena que estaba, parecía que nos iba a explotar encima. Como no podíamos dormir por el calor, nos quedamos en calzoncillos y nos metimos, primero uno, luego el otro, en el barreño de agua en el que los paletas limpiaban los ladrillos y las herramientas. En ese momento no había piscina en el mundo que pudiera superar nuestro jacuzzi particular. Al salir del barreño, sin secarnos, subimos al techo de la cabina (sí, sí, encima de la cabina), nos tapamos con sendas toallas previamente humedecidas en la ‘bañera del paleta’ y seguimos conversando. No recuerdo las palabras exactas, pero había un poco de todo: chicas, cole, mi equipo de baloncesto, mis padres, familia, los ‘yayos’, sus viajes con el camión, cualquier tema servía con tal de despistar al calor…hasta que él calló, encendió un pitillo y un rato después, mientras lo fumaba mirando la luna, dijo simplemente “Jordi, eres muy listo, no has salido a tu tío -sonrió-…pero lo que tienes que ser siempre es bueno, en cualquier circunstancia, pase lo que pase, debes ser bueno. Estudia mucho, trabaja y gana. Gasta lo justo y ahorra. Conoce a muchas chicas. Trátalas bien. Disfruta lo que puedas. Te irá bien en la vida…pero sobre todo, sé buena gente. No engañes, pero no te dejes engañar. Aprende a decir bien las cosas y procura que lo que digas sea bonito y sea verdad.”. Apagó el cigarro y poco a poco, el sueño y el calor nos ganaron la partida. Antes de cerrar los ojos del todo, volví a mirar la luna. Sabía que allí había pasado algo importante, simple, pero importante y quería ponerle un último rayo a esa historia, al lado de un hombre que, por lo general, no era muy dado a hacer discursos ni nada parecido, pero que aquel día dijo exactamente lo que tenía que decir para conseguir que un adolescente entendiera lo que debía entender.

Los años y mi profesión me han regalado posteriormente la posibilidad de hacer cientos de viajes, por un motivo u otro. Viajes que han oscilado entre lo correcto y lo genial…pero ninguno como aquella semana del verano de 1977. El verano en el que murió Elvis, el año en que los Bee Gees se metieron en el alma de mi generación con su Stayin’Alive y su How Deep is Your Love, el año en el que un país entero echó a andar, a trompicones y de forma un tanto desordenada, hacia una nueva época. Una época que nos traería modernidad, progreso, avance, que pintaría las grises paredes de mi pueblo de colores diferentes. Pero para mí, siempre será el año en el que fui feliz porque mi tío me enseñó, probablemente sin ser consciente de ello, qué debía hacer para serlo. Yo tan sólo tenía que seguir el ejemplo que me dio en un banco con dos latas de sardinas y las palabras que grabó en mi corazón en el techo de un camión, a la luz de la luna de Madrid, una calurosa noche de verano.

(Dedicado al “tíet Mariano”, DEP)